No puedo, mi hijo está enfermo




“Soy psicóloga clínica infantojuvenil y adulto, y ahora que todas las niñas y niños andan resfriados, mi consulta y mi trabajo es incierto. Es muy común que me lleguen mensajes diciendo que tendremos que cancelar la sesión porque el hijo de esa pacienta está enfermo. Eso significa noches sin dormir, sacando mocos, escuchando esa tos que genera culpa, viendo cómo sube la fiebre y, sobre todo, no poder trabajar o trabajar bajo mucho estrés.

Me pasa lo mismo; si mis hijos están enfermos y la hija de Marta –que me ayuda en la casa– también se enferma, no podemos trabajar. Ni ella ni yo. Ambas mujeres.

Me pregunto, entonces, si a los hombres les pasará lo mismo. ¿Le escribirán a sus terapeutas para decirles que no pueden asistir a la sesión porque sus hijos no se sienten bien? ¿Le dirán a sus jefes que no pueden ir a trabajar porque el hijo está resfriado? Sería raro.

Las mujeres siempre tenemos que rendir en el trabajo y en la casa, y ese trabajo está totalmente invisibilizado. Nos las arreglamos –a veces apenas– para ser profesionales y madres al mismo tiempo, y eso nadie lo ve. Los hombres van a sus trabajos, hacen sus vidas, son exitosos y eso, la mayoría de las veces, es gracias a una mujer que está detrás cuidando a los niños. La cancha es desigual e injusta, de eso no hay duda, y la sobrecarga mental, esa que no tiene que ver con acciones concretas sino que con adelantarse a lo que va a ocurrir –pensar y preparar los almuerzos de la semana, llamar al doctor, gestionar las idas al colegio o las tardes de los niños–, recae únicamente en nosotras. Y es muy alta.

Estos días he pensado mucho en la frustración que genera el teletrabajo –o el trabajo en general– en las mujeres y lo incierto que puede llegar a ser para nosotras. Porque en definitiva depende de si nuestros hijos están enfermos o no; de si va a haber alguien –probablemente otra mujer– que nos pueda ayudar o no; y del bienestar de los hijos de esa otra cuidadora. Todo eso tiene que estar en orden para que yo pueda atender, porque de lo contrario tengo que cambiar mis horas. A su vez, mis pacientas también tienen que tener eso bajo control porque si no, ellas también se ven obligadas a cancelar sus horas.

Por lo contrario, los padres siguen como si nada. Eso lo veo cuando atiendo a pacientes hombres; puede que sus hijos estén enfermos y se preocupen de eso, pero al final igual pudieron asistir a la sesión porque estaba la madre para cuidarlos. Eso genera mucha impotencia y frustración, y es a partir de esa sensación que surge este cuestionamiento. A todas nos pasa, eso alivia un poco, pero desde ahí tenemos que empezar a conversarlo entre todas y todos. A nivel social. También para que mis mismas pacientas se planteen la posibilidad de dejar a sus hijos con los padres. Para que en la casa se den estos diálogos y se reajuste el sistema de cuidados. Se trata de una mala costumbre por parte nuestra, que creemos que somos las únicas capaces de hacernos cargo y por ende indispensables, y una pésima costumbre por parte de ellos, que descansan en nosotras. Podemos ser más equitativos, y para eso tenemos que empezar a hablar.

Y es que es raro que los hombres pospongan sus cosas por sus hijos. Puede pasar, pero no es lo más común. En general, disponen del tiempo de la mujer; van a sus reuniones, a sus juntas y a los partidos, y rara vez preguntan si la mujer puede o quiere quedarse con los hijos. La sensación general es que nosotras siempre estamos disponibles. Y eso parte inicialmente desde la sociedad machista en la que estamos inmersos y que recién ahora cuestionamos –recién estamos entendiendo que no es que ellos tengan que ayudar, sino que son igualmente responsables–, pero también desde nuestro postnatal. Desde ahí ya parte una desigualdad porque los padres se van a trabajar y es la madre la que se queda en casa, la que pasa más tiempo con el recién nacido y por ende siente que lo conoce más. Eso no tiene por qué ser así; si el padre se quedara desarrollaría ese mismo vínculo.

Pero nosotras, como fuimos socializadas así, ya lo asumimos como tal. Nos sentimos irremplazables e indispensables y estamos acostumbradas a sobrecargarnos porque lo hacemos mejor, o porque lo hacemos de tal forma. Y entonces no delegamos; porque históricamente no hemos podido pero también porque ya nos acostumbramos. Normalizamos que absolutamente todo sea nuestra responsabilidad, incluso las cosas que no se ven.

Con mi marido lo hemos conversado mucho; en un principio me dediqué a la maternidad entonces se asumió que mi trabajo era ese. Se fue generando así una situación muy injusta. Para empezar a cambiar las cosas se requirió de mucha conversación, diálogo y trabajo, sobre todo cuando tuve a mi segundo hijo (que ahora tiene 3) y me puse a trabajar de manera remunerada. Porque claro, ya no estaba con total disponibilidad de tiempo y energía. Fue desgastante pero logramos llevar la conversación. Incluso hicimos tablitas para repartir las tareas, y eso que ahí ni siquiera se logra del todo vislumbrar la carga mental que está en nosotras. Porque ellos podrán hacer lo que sale en la lista, cosas concretas, pero no todo lo demás. ¿Qué compramos para las colaciones? ¿Quién piensa en llevarlos a que se vacunen? Todo eso no para y es totalmente invisible.

He visto que mis pacientes hombres están sobrepasados con la crianza; nosotras estamos exigiendo que sea más equitativa y ellos no saben cómo responder. No son capaces de entender del todo lo que vivimos y a su vez, en sus trabajos, los jefes siguen pensando que no son ellos quienes deberían irse de la oficina para llevar a los hijos al doctor, por ejemplo. Hay roces, pero se está empezando a conversar.

Hace poco hice una encuesta en mis redes sociales para ver qué querían las madres para el Día de la Madre. El 90% me respondió que querían estar solas un rato, que se llevaran a los niños donde los suegros y que querían descansar. Ahí está la manifestación más gráfica –y triste– de esta sobrecarga y realidad que vivimos a diario. Nos estrujan todo el año y entonces durante un día, queremos estar solas.

Espero que reflexiones como estas den paso a que se inicie ese diálogo, ese cuestionamiento y ese reajuste en pro de una crianza y un trabajo más equitativo, justo y amoroso”.

Carmen Barra tiene 36 años, es psicóloga clínica infantojuvenil y adulto, especialista en temas de crianza. En Instagram @crioycreo

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