Albina Choque Challapa: La imparable
De acuerdo al último Censo, un 11,5% de la población en Chile se identifica como perteneciente a un pueblo originario y más de la mitad son mujeres. Esta es parte de una serie de entrevistas que rescatan la voz de mujeres aymara -el pueblo más numeroso después del Mapuche-. Todas ellas son herederas de la tradición textil de Isluga, un poblado ubicado en el altiplano del extremo norte, a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, que es considerado la cuna de la textilería aymara.
Albina Choque Challapa tenía veintiocho años la primera vez que sintió un tirón a la altura de su cadera; un hormigueo caliente que la recorrió de pies a cabeza justo cuando estaba en medio del campo, arreando a los animales. “De repente me vino una puntada bien fuerte que me agarró todo el cuerpo, pero yo le hice oídos sordos y seguí trabajando”, recuerda hoy, y hace una pausa. “Es que estaba sola. No tenía a mi pareja y mi hija estaba chica, así que me las arreglaba para ser mamá y papá. Tenía que seguir trabajando por ella”, agrega al reconstruir una de las épocas más difíciles de su vida: su hija Fanny (36), quien lleva sus apellidos, tenía cuatro meses de vida cuando Albina enviudó.
Albina lo dice orgullosa: ella es de las que nació con las manos en la tierra y el hilo enredado entre los dedos en un pueblo llamado Central Citani, cinco kilómetros al oeste de Colchane, donde se crió al alero de una familia tradicional aymara. Es decir, aclara de inmediato, una en la que todos sin excepción trabajaban, como si cada cual fuera una pieza de un gran engranaje.
Sus abuelos criaban animales para ganadería. Su mamá esquilaba, urdía e hilaba la lana que obtenían de ellos. Y su papá tejía en telar de cuatro pedales todo tipo de puntos; ojito de perdiz, de espiga, en palma. Por eso, dice Albina, naturalmente a los cinco años ya sabía hilar. “Todos los hermanos hilábamos desde chiquititos y con esa misma lana que cada uno se hilaba mi mamá nos tejía una prenda para el invierno”, cuenta.
Su primer amor fue la tierra y los animales, dos labores que aprendió a la siga de sus abuelos. Su segundo amor, dice hoy, fue ese círculo virtuoso que empezaba y terminaba cuando ponía las manos sobre el telar: con la lana que obtenía de los animales, los que ella misma había criado, tejía trajes tradicionales para sus abuelos, sus grandes maestros de la agricultura y la ganadería. Esa triada, siendo una adolescelente, era lo que más la hacía vibrar.
Hasta los treinta años, su principal labor era apoyar el ganado. Largas y lentas caminatas por el campo que le dejaban la cadera hecha ñicos; un minuto estaba bien y al siguiente volvían las viejas puntadas. “De un año a otro, poquito a poco, eso me fue afectando cada vez más”, cuenta con cierto pesar. Era una mujer joven, fuerte y hábil, dice hoy, pero su cadera no la acompañaba como antes y la sequía en Central Citani era inminente; tarde o temprano tendrían que vender a todos los animales. “Mi hermano me dijo: ‘aquí estás sufriendo, mejor vámonos pa’ la pampa’. El cordero me traje a la ampa, los demás, el llamo y alpaca, se quedaron en Laguna Huasco, en Alto Pica”, recuerda Albina.
De alguna forma, reconoce Albina, bajar al pueblo por primera vez la contentaba. Era principios de los años noventa, se había emparejado de nuevo y su hija Fanny tenía cinco años; lo suficiente, dice hoy, para impregnarse de esa esencia que sólo entrega la vida al interior. Ese quehacer colectivo y colaborativo al que Albina regresa sagradamente una vez al mes.
“En el mismo pedazo de tierra por donde han pasado cinco generaciones de mi familia yo tengo mis alpacas. Me gusta volver allí porque me recuerda lo que soy: mi cultura, la de mis padres, la de mis abuelos. Allí aprendí todo lo que yo sé y uno nunca puede olvidarse de eso. Por eso yo tengo metido en mi cabeza y en mi corazón el tejido”, reflexiona. Y es que hay tres cosas, dice vehemente, que una mujer Aymara nunca deja: ni su tierra, ni sus animales, ni su tejido.
Sin tierra ni animales, lo que Pozo Almonte le ofrecía en esos años era darle rienda suelta a ese tercer saber. Y cuando tuvo esa certeza, dice hoy, no hubo quien la parara: podía pasar tardes enteras convirtiendo motas de vellón en hilo y el hilo en ponchos, chales y bufandas, que tejía en el telar que le pusieran al frente; de dos pedales, de cuatro pedales, de cintura o de estacas. “Tejía todos los días. Me despertaba al alba, iba a buscar leña, prendía el fuego y tejía. Mientras hacía el aseo o preparaba la comida, el telar me hacía ojitos. Tuviera pedidos o no, cada tiempito libre que tenía lo tejía y cuando no tenía hilo, ¡tejía paja!”, rememora entre risas. Todo lo que hacía lo vendía principalmente por medio de su agrupación, el Taller Cumire, que integra desde 1995.
A ese ritmo, dice Albina, fue cómo sacó adelante a su familia después de tener a su segundo hijo y separarse. A ese ritmo, reconoce también, fue como empezó a sacarle la cuenta su cadera. “El dolor era tan insoportable que no podía ni salir de la casa”, recuerda, pero se resistió a parar. Tanto, que el primer diagnóstico lo obtuvo recién en 2011, cuando cumplió cincuenta años: una artrosis severa, le dijo el doctor, que había que operar cuanto antes.
“Después de años tomando puras pastillas, en una el doctor me hizo caminar de un lado para otro. No podía estar, le decía yo, hasta que me hizo un escaneó y salió lo que yo ya sabía; que tenía los huesos gastados”, explica Albina con sus palabras.
“‘Señora está engañándose a usted misma, déjese de tejer y cuídese’, me dijo el doctor. Pero yo solo pensaba en una cosa: y ahora, ¿quién va a tejer?”, recuerda entre risas. La primera persona que se le vino a la cabeza fue David, su compañero hace más de veinte años.
Al igual que ella, David había crecido con una mamá aymara, quien le había enseñado a hilar, pero no a tejer. “‘Vai’ a tener que saber aprender nomás’, le dije yo. A veces estaba pillada con el tejido, tenía que hilar, urdir, hacer el fleco, y él me miraba. ‘Estai con dolor’, me decía, y solito se ofreció a ovillarme las lanas. ’Aprende, aprende’, le decía yo, ‘que el muerto nunca gana’, así que ahí partió, en telar de dos pedales, primero a hacer las orillas y después a tirar la trama”.
Después de operarse le indicaron reposo absoluto. “Pero a mí me picaban las manos”, confiesa Albina. Si no podía tejer, al menos podría supervisar, pensó. “Ya vamos a terminar, el tejido es pura paciencia”, le decía a Fanny y a David mientras urdían y tejían para que no decayeran en la tarea. “No hubo un solo día en que se parara la producción. Desde entonces David y yo siempre estamos hablando de tejido; cómo combinamos el tejido con el flequillo, si tejemos en este telar o en este otro. Somos un equipo, yo la maestra y él el aprendiz, eso nos une”.
Trabajando en dupla, el 2014 Albina obtuvo el Sello de Excelencia a la Artesanía por un chal en lana de alpaca natural que combina tres técnicas: punto liso, ojito de perdiz y espiga. Cuatro años después, en 2018, obtuvo el Sello Artesanía Indígena por una inkuña: una pieza tradicional aymara que se dispone sobre la mesa en las ceremonias de floreo. Ese mismo año uno de sus ponchos fue a dar a manos del mismísimo Papa Francisco. En 2019 obtuvo su primera medalla CIDAP –un símil al Sello de Excelencia a la Artesanía de Chile, pero en Ecuador– y en enero de 2020, con sesenta años cumplidos, Albina se subió por primera vez a un avión. El destino: la Semana Nacional de la Artesanía de Marruecos.
“Después de la segunda operación, en 2019, un día vino una doctora a verme cómo yo trabajaba y me pilló tejiendo. ‘Por eso te lastimas la cadera’, me dijo, entonces yo le respondí: mire, esto es lo único que yo sé hacer. Me puedo operar la cadera muchas veces, pero si usted me deja sin tejer, me mata”.
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- Este testimonio es parte del libro Herederas de Isluga, publicado en 2021 por Fundación Artesanías de Chile (@artesaniasdechile), que recopila 18 historias de artesanas Aymara de la Región de Tarapacá. Todas ellas comparten una sabiduría donde se funde su relación con la naturaleza y sus ritmos vitales: son herederas de la tradición textil de Isluga, un poblado ubicado en el altiplano del extremo norte, a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, que es considerado la cuna de la textilería aymara. Por el valor de estas historias, estos testimonios son rescatados por Paula.cl.
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