Hablemos de amor: veinte años sin mi mamá, y todavía la siento cerca
Tenía 17 años cuando perdió a su mamá y el mundo cambió para siempre. Dos décadas después, vuelve sobre ese amor que aún la acompaña, en los gestos más pequeños.
Desde que tenía 17 años, octubre cambió mi manera de ver el mundo. Mi mamá murió la madrugada del 1 de octubre de 2005, cuando aún estaba en el colegio, a punto de decidir mi futuro y salir a explorarlo. Si pienso en todos los años que han pasado, no puedo evitar que se me hunda el corazón al ver a esa versión de mí, adolescente, con el alma hecha pedazos en mi habitación tras la noticia.
Mi mamá fue una mujer especial para mí. La recuerdo con claridad: la suavidad de su piel y el perfume en su cuello. Le encantaban las manualidades: tejer, coser a máquina (ella confeccionó cortinajes), cerámica en frío, bordado; incluso hacía peluches. Era cariñosa y, a la vez, tenía un aura de elegancia, como de dama antigua. Recuerdo su lápiz labial, sus aros discretos, sus collares o alguna cadena.
Mi niñez transcurrió entre el vaivén de su enfermedad y mi miedo a perderla. Sabía para qué eran sus pastillas, aprendí nombres complicados y tomaba los carnés de control del cardiólogo y del TACO (Tratamiento Anticoagulante Oral). Con el tiempo noté que mi Mamá no podía hacer lo que hacían las mamás de otros niños, como correr y jugar por mucho rato. De niña pensé que había madurado antes, que era más seria para mi edad; en realidad, pensaba cosas que otros niños de ocho años no pensaban: la muerte, el miedo a perderla, aprovechar cada minuto a su lado.
Algunas mañanas me despertaba temprano y caminaba de puntillas a su pieza para ver si su silueta se movía con la respiración; era un alivio. La abrazaba y acercaba la cabeza a su pecho para sentir el latido rápido e irregular de su corazón enfermo; en esa musicalidad encontraba paz y rogaba que siguiera latiendo muchos años, para no conocer nunca ese silencio estremecedor entre sus brazos.
No hay amor como el de una madre. ¿Sabes por qué? Porque echa raíces y sigue germinando a pesar de la ausencia. A mis 37 años lo he comprendido. He sanado: he ido a terapia y me he enfrentado a muchas sombras que guardé en la niñez y la adolescencia para sentirme libre. Entiendo a quien crece con la enfermedad de uno de sus padres: sientes que debes hacerlo todo bien para no preocupar a nadie y, entre medicamentos, controles y silencios, vas guardando emociones, incluso miedos que se quedan congelando el sentir.
Disfruté mi niñez, pero también me obligué a no explotar con mis emociones, disfrazándolas de calma y de “madurez”. Con el tiempo me pasó la cuenta. La terapia me ayudó a verlo. En retrospectiva, mi Mamá siempre quiso verme feliz: se esforzaba para que yo leyera, imaginara, hiciera lo que me gustaba. Inventaba cuentos con las partículas de polvo que bailaban en el atardecer cuando estábamos juntas. Fue uno de los amores más grandes que he sentido: mi refugio y mi calma.
He pasado por todas las etapas del duelo cada primero de octubre: de la rabia y el dolor a la serenidad con el alivio. En una semana se cumplirán veinte años sin poder abrazarla ni sentir su perfume. Veinte años que me parecen una locura y que jamás creí sobrevivir. Me habría gustado que me viera con mi uniforme rojo y blanco; me habría gustado que acariciara mi vientre abultado, que tomara en brazos a mis bebés y les cantara.
He ido entendiendo, más lento de lo que quisiera, quién soy, qué quiero sentir y cómo quiero sentirlo. Si lloro, que las lágrimas fluyan sin temor; si río, que sea con ganas; si abrazo, que sea con las fuerzas que tengo.
Sé que estos días miraré una fotografía de ella, una de mis favoritas que se ve con mi Papá en un campo lleno de yuyos en Melipilla y un par de vocecitas —las de mis niñas, de 5 y 2 años— me dirán:
—¿Mamá, es la abuela y el abuelo?—Sí, es mi Mamá y mi Papá. Se ve bonita tu abuela. ¿verdad?.
Este año podré sonreír y recordar con gratitud. Si lloro, que sea una melancolía mansa, sin miedo. En octubre no veré la primavera: veré el otoño en otro país, con dos niñas preciosas y una familia que se quiere. No iré a dejarle flores a mi mamá; mis pasos no correrán por el pasto de su tumba. Pero ella está conmigo en lo pequeño: en la hora quieta después del juego, en la respiración de mis niñas cuando duermen. Y, aunque han pasado veinte años, todavía siento su mano tibia en mi cabeza, su abrazo y ese susurro que me sostiene: “Te quiero, hija; mi guagua, ya no tan chiquitita.”
Lo último
Lo más leído
1.
5.
⚡¡Extendimos el Cyber LT! Participa por un viaje a Buenos Aires ✈️ y disfruta tu plan a precio especial por 4 meses
Plan digital +LT Beneficios$1.200/mes SUSCRÍBETE