Mi vecino Totoro, nostalgia de duendes y papá

La película animada de Miyazaki, Mi vecino Totoro (1988), es un relato que nos conecta con afectos y sensibilidades de nuestra infancia y nos muestra una figura de padre sensible, capaz de alimentar los sueños de sus hijas.




En un contexto de posguerra, a las afuera de Tokio, un padre y sus dos hijas se mudan a una casa rodeada de árboles milenarios, esteros y campos de cultivo, mientras la madre permanece enferma en un hospital. Extraños espíritus del bosque recorren la casa y los alrededores, y las hermanas, encantadas por este fantástico mundo, comienzan a conectar con ellos hasta hacerlos parte de su vida cotidiana. Esta es la cuarta realización del reconocido director japonés Hayao Miyazaki y ha sido reconocida como una de las mejores películas de animación de la historia.

Como en casi todas las películas de Miyazaki sus protagonistas son niñas y el padre es un compañero afectivo que las apoya, las cuida y las deja soñar. Cuando las hermanas le relatan sus encuentros fantásticos con otros seres él les cree y se hace parte de ese imaginario. Nunca les niega la posibilidad de fantasear, nunca les dice que algo es imposible, que están inventando o mintiendo. Les abre puertas y alimenta sus creaciones, porque ve en ese universo algo igual de real que la realidad.

Este relato toca muchas hebras sensibles de nuestra infancia. La figura del padre tiene mucha relevancia y rescata un tipo de masculinidad que, a pesar de la época en que está narrada la película, es un ejemplo de paternidad presente y sensible, de hombre doméstico que toma decisiones sobre cómo llevar la vida familiar, que se hace cargo de las labores y que tiene un rol activo en la contención emocional.

Cuando en una de las primeras escenas el padre y las dos niñas se bañan y juegan juntos en la tina desnudos, con total naturalidad, recordé lo normal que era en mi infancia bañarme con mi papá. Nunca me sorprendió su cuerpo, al contrario, era súper natural para mí. En mi casa nunca fueron tabú los genitales y crecí sabiendo cómo era el cuerpo de mi padre, algo que me permitió entenderlo mejor.

El papá de mi infancia era parecido a la figura del padre construido por Miyazaki. Era muy doméstico, pero al mismo tiempo un poco niño, juguetón, le gustaba fantasear. Hasta los 11 años creí que en un bosque cerca de la playa en la que veraneábamos había duendes, porque cada vez que lo visitábamos él me los mostraba. Los veía correr, encaramarse sobre los árboles, esconderse bajo el puente de un estero y volverse invisibles. Y también me hizo creer que los piratas con pata de palo y parche en el ojo navegaban los mares chilenos y que con arcos y flechas –creados por él con botellas plástica, palos y un cordón– podíamos enfrentarlos si llegaban a aparecerse en las rocas. Era tan excitante que esos pocos momentos se convertían en historias que luego les contaba a mis compañeros del colegio. Obviamente no me creían.

Tampoco me creyeron cuando un día mi papá llegó de un viaje a Ecuador con una figurita antropomórfica de greda, de no más de 10 centímetros, que según él había pertenecido a una cultura milenaria en el pasado. Durante mi infancia y juventud me cambié como ocho veces de casa y siempre mi mamá nos hacía regalar todo lo que no usábamos, desprendernos de lo más posible, ser lo más minimalistas para quedarnos finalmente con un par de cajas. Esa delicada figurita la envolvía bien con papel higiénico y la guardaba en mi cajita de recuerdos, junto a cartas, esquelas y mi colección de stickers. Es de las pocas cosas que nunca he pensado en regalar y tiene su lugar en un rincón de mi casa junto a otros tesoros. No tengo idea a qué cultura perteneció, tampoco me interesa saber si es tan milenaria como decía mi papá, pero me gusta pensar que es un ser mágico que me conecta con ese pasado en donde mis fantasías eran validadas.

Totoro, ese espíritu del bosque, es el sueño que nos sigue a todos. Son los mundos imaginarios que veíamos tan reales, los rincones de nuestras casas que se convirtieron en escondites donde podíamos ser invisibles, las plantas y árboles que veíamos como bosques enormes llenos de seres, el papá que jugaba –no había nada mejor que jugar con él– y se convertía por un rato en niño igual que una. En Chile, donde un tercio de los hogares son monoparentales y muchas mamás han tenido que criar solas a sus hijos, tener un papá para soñar es un privilegio, y a pesar de lo complejo que puede ser el historial y el vínculo padre e hija, esa infancia de piratas, duendes e historias fantásticas es parte de mi memoria afectiva.

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