Un año de pandemia, un año sin mi papá: “Mentiría si dijera que he sacado un aprendizaje de esto”




“Este 13 de mayo se cumple un año desde que se murió mi papá. Se llamaba José Patricio Ortega, pero todos le decían Pato, y el 20 de ese mismo mes, si es que no se hubiese ido por el Covid, hubiese cumplido 68.

Esas semanas no las voy a olvidar nunca: él era jubilado pero desde hace un año su jefe lo había vuelto a contratar para algunas pegas, y como su pensión era una miseria, aceptó. Trabajaba en construcción, habilitando aires acondicionados, y había una obra en Las Condes que requería de sus servicios. El día antes de que se levantara la cuarentena en esa comuna, el jefe le mandó el permiso colectivo. Al día siguiente, mi papá se fue en micro y metro, desde Renca, donde vivía con mi mamá. Una semana después, se contagió.

De ahí en adelante todo se dio de manera muy precipitada, tanto así que es poco lo que pude retener. Se me hacía difícil concebir que poco tiempo antes estuviese todo bien y que, de un día para el otro, estuvieramos todos desesperados sin saber realmente qué hacer y sin indicaciones claras.

La cronología fue así: El primero de mayo fue a la Clínica Dávila para hacerse el examen PCR porque había tenido fiebre. Dos días después lo llamaron para avisarle que había salido positivo. Eso fue un domingo, y al miércoles siguiente lo fue a ver un doctor a la casa porque estaba respirando muy mal. El doctor dejó una orden para que lo fueran a buscar en ambulancia, su estado había empeorado y estaba con neumonía. Pasó 12 horas en la sala de espera del Hospital Félix Bulnes, porque ya no quedaban camas, pero tampoco había una ambulancia que lo pudiera devolver a su casa. Nosotros no sabíamos cómo reaccionar hasta que uno de mis hermanos se puso uno de esos trajes de plástico, guantes y lentes, y lo pasó a buscar. No lo queríamos dejar ahí.

Al día siguiente logramos que lo admitieran por la Ley de Urgencia en la Clínica Indisa, pero su estado solo empeoraba. Ese domingo le avisaron que lo iban a conectar a un respirador, y él quiso llamar a mi mamá, aunque a esas alturas ya le costaba mucho hablar. Ella le dijo que se quedara tranquilo y que pensara en algo que lo hiciera feliz y que le transmitiera calma, a lo que él le respondió: ‘voy a pensar en ti’. Esa fue la última vez que hablaron. Tres días después, el miércoles 13, se murió.

Yo fui la primera en saber, porque era su contacto de emergencia. Me llamaron a las 21:30 hrs. No recuerdo muy bien cómo transcurrieron los minutos posteriores a ese llamado, está todo medio borroso en mi cabeza. Pero sé que enloquecí; no les creía y le decía a mi marido que insistiera en preguntar si realmente había sido mi papá el que había muerto. No entendía por qué, ni cómo, y me cuestionaba si habíamos hecho algo mal. Yo había compartido con él por última vez a finales de marzo, antes de las cuarentenas. Y recuerdo una videollamada en particular. Él no era muy de hacer esas cosas, pero por alguna razón aquel día decidió llamar con video y terminamos almorzando juntos; mi marido, yo, mis mellizos de cinco años y él al otro lado del teléfono. Ahora pienso que quizás sabía que le quedaba poco tiempo.

Al ser su única hija mujer y la mayor –somos cuatro en total– siempre fuimos muy cercanos. Yo era sus ojos, su regalona y su eterna guagua. Y mis hermanos siempre me molestaban por eso. Cuando lo llamaba para pedirle que cuidara a mis mellizos –tarea que pocos podían asumir– él me preguntaba: ‘¿Cómo está mi guagua? ¿Qué quieres y qué necesitas?’, y antes de que yo pudiera responder, él ya me decía ‘bueno, ni un problema’. Era de los únicos que lograba cuidarlos, y ellos amaban estar con él. Tanto, que uno de ellos el otro día me dijo que quería morir para poder abrazar al tata. Casi se me cae la cabeza cuando lo escuché decir eso.

Mis papás se conocieron en el barrio, en Renca mismo, cuando ella tenía 11 y él 16. Ella le mintió y le dijo que tenía 13, pero cuando develó su mentira ya estaban muy enamorados. Pololearon cinco años y luego, en el 73, se casaron. Pasaron toda la vida juntos, y él se las ingenió para sacarnos adelante, de un trabajo a otro, y de un oficio a otro. Trabajó desde muy joven, en fábricas textiles, en Tejidos Caupolicán (que luego cerró), en supermercados, de bodeguero y también fue jardinero. No tenía estudios pero tenía hijos que mantener. Me da una pena profunda pensar que, después de haber trabajado tanto y durante toda su vida, ahora que finalmente había sacado adelante a los hijos y podía disfrutar con mi mamá, se tuvo que ir. Le faltaron 20 años, a lo menos.

Mentiría si dijera que he sacado un aprendizaje de esto. A veces no lo dimensiono, pero llevo un año en este duelo y por momentos no siento nada y en otros, en cambio, un dolor inmenso en el pecho y una pena enorme que me consume. Pero no puedo decir que hay un aprendizaje porque la verdad es que todavía estoy muy dolida, lo extraño mucho y ha sido muy duro. Y para mi mamá, que pasó toda la vida con él, también. Ella está recién aprendiendo a tener una cotidianidad sin él. Además, ella ni siquiera lo pudo despedir, porque a esas alturas estaba contagiada y por ende no pudo asistir al funeral. Eso, quizás, es de lo más fuerte que ha pasado en esta pandemia; no poder despedir de la manera apropiada a nuestros muertos. De hecho, nosotros ni siquiera lo pudimos vestir. Uno de mis hermanos fue a la clínica y se encontró con un soldador sellando el cajón. Al funeral pudimos asistir muy pocas personas.

Este año he pasado por todo; primero dejé de comer, luego me dieron licencia por 15 días pero eso terminó siendo peor, porque sentía que me daba más tiempo para pensar y eso me dolía. Luego canalicé la pena y la rabia cocinando; todos los fines de semana hacía algún queque y creo que estuvimos con los índices de azúcar por las nubes. Ahora empecé a bordar. He necesitado estar ocupada, porque creo que todavía hay un poco de negación. No entiendo cómo se dio todo tan rápido. Ya no lloro todas las noches, eso sí. Pero sí le pido que se me aparezca en los sueños y hasta ahora, ha pasado solo una vez. Estábamos en una especie de matrimonio y él se apareció con su pijama azul y yo corrí a abrazarlo. Él me decía que estuviera tranquila.

Mi hijo Santiago, el que era muy cercano a él, me cuenta que sí lo ve, y lo dibuja en campos de flores conmigo de chiquitita. Y es curioso, porque a mí efectivamente me llevaban a pasear a un terreno con flores. No me explico muy bien cómo sabe eso, pero quiero creer que efectivamente se sigue comunicando con él”.

Jennifer Ortega (47) es asistente comercial, bordadora y madre de dos. A través de este testimonio le rinde un pequeño homenaje a su padre a un año de su muerte.

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