Pulso

Parra, yo, y el conjunto vacío

Todo Chile ha celebrado a Nicanor Parra. Yo también. Pero no me sumaré a los análisis que se han hecho de su poesía. No voy a pontificar sobre el significado del hombre imaginario, el Cristo de Elqui o discutir los méritos del verso libre versus la melopea del endecasílabo. O -peor todavía- especular sobre si su Rey Lear se inspiró en el Pinochet de los últimos años. No me siento capacitado para discutir esos temas. Además, me parecen muy aburridos.  Voy a celebrar a Parra en una forma más mundana: revelando una anécdota desconocida.

A fines de los años setenta estaba terminando mis estudios de ingeniería en la Universidad de Chile, donde trabajaba de investigador en el departamento de Matemáticas. Los martes a las cinco, junto con Eric Goles, vecino de oficina y colega del grupo de análisis numérico (y ahora colega y vecino en la UAI), partíamos hacia la casona de avenida República donde se encontraba el Centro de Estudios Humanísticos de nuestra facultad.  A las seis de la tarde nos incorporábamos al taller de poesía de Nicanor Parra. Entre los asistentes estaban Enrique Lihn, Raúl Zurita, Diamela Eltit, Arturo Fontaine, y un profesor de castellano cuyo nombre no recuerdo y a quien apodábamos “El mohicano” debido a su corte de pelo ridículo  (“El mohicano” decía que vivía rodeado de libros, y que cada vez que juntaba dinero para comprar estantes al final se lo gastaba en libros, por lo cual su espacio operativo se iba reduciendo).

Afortunadamente nunca tomé conciencia del calibre de nuestros compañeros de taller. Si lo hubiera hecho me habría sentido intimidado y probablemente nunca más habría vuelto.

Todavía conservo como hueso de santo mi cuaderno de apuntes de esas reuniones.  Lo acabo de revisar y hay de todo: comentarios sobre Pound (un favorito de Parra); comentarios sobre Blaise Cendrars y la Prosa del Transiberiano (otro favorito de Parra); un verso muy bueno de un participante de Valparaíso que sólo fue una vez (“entre vivir y morir no hay más que una y griega”); y observaciones sobre Martín Fierro, Julio Iglesias, Yesterday (The Beatles), los poetas goliardos y una versión modificada de un verso de Parra sobre las preguntas absurdas que hacían los profesores. Acordamos que si se publicaba de nuevo iba a incorporar, entre la metamorfosis de la rana y el nombre científico de la golondrina, los ingredientes del bálsamo de Fierabrás (no responder bien a esta pregunta después de una lectura del Quijote me significó una nota uno en castellano).

Un día, terminado el taller, conversamos sobre Dios. Parra, riéndose un poco del catecismo católico, recitó con su voz gruesa e irónica: “Dios existe; Dios es único; Dios está en todas partes”.

Es como el conjunto vacío, le contesté (no sé de dónde se me ocurrió esa idea).

“Explícame eso”, dijo Nicanor.

Y le recité el “dogma” básico de la teoría de conjuntos: “El conjunto vacío es un conjunto (o sea, existe); es único; y es subconjunto de todos los conjuntos (es decir, está en todas partes)”.

“Qué interesante”, me contestó Parra.  Y me convidó a su casa en La Reina la semana siguiente a discutir el tema.

Me preparé con esmero y anticipación para este encuentro, leí bastante sobre conjuntos, y llegué a la esperada reunión con varios libros bajo el brazo. Conversamos hasta tarde. Parra tomaba nota en un cuaderno de hojas sin rayas. Efraín Szmulewicz, que también estaba de visita (eventualmente escribió una “biografía emotiva” de Parra), se sorprendía con entusiasmo por el paralelo entre Dios y el conjunto vacío, se paraba de la mesa a cada rato, y gritaba enérgicamente: “¡Qué enjundioso!”. Fue la última vez que vi a Parra.

Años después, viviendo en Estados Unidos, me enteré que Nicanor había publicado “Chistes para desorientar a la poesía”, una caja llena de tarjetas postales con versos cortos tipo artefactos. Le pedí a mi madre me los comprara y mandara por correo. Cuando llegó la caja la abrí con curiosidad y empecé a reconocer en los artefactos muchos de los temas que habíamos discutido en el taller. Hasta que llegué al que más me llamó la atención: “El conjunto vacío (sin música y sin instrumentos) existe; es único; y está en todas partes”.

Ahí estaba, mi única -modesta y humilde- contribución a la poesía, validada por Parra. Cierto, con una pequeña modificación, pero todavía reteniendo el sabor original.  Me sentí orgulloso y feliz.

Un amigo norteamericano, abogado por supuesto, después de ver el símbolo de copyright junto al nombre Nicanor Parra me aconsejó iniciar una demanda (cualquiera que haya vivido en Estados Unidos entenderá lo “razonable” de esta observación en el contexto de la cultura estadounidense).

La verdad es que al leer y releer la tarjeta me sentí secretamente satisfecho, como un adolescente que lanza un piedrazo, rompe un vidrio, y sale arrancando sin que lo logren capturar. Lo cual es natural, me parece, dado que un artefacto es una granada explosiva. Un acto de terrorismo literario. Mejor permanecer anónimo y gozarlo en silencio. Sólo Parra conocía mi participación y con este sentimiento de complicidad me bastaba.

¡Felicitaciones Nicanor! Existes desde hace casi un siglo; eres único; y estás en todas partes. Y el día que partas, dejarás un gran vacío, real y nada de imaginario. P

El autor es profesor, Escuela de Negocios, Universidad Adolfo Ibáñez.

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