Casi veintiún años de La Negra Ester y hacen su entrada la nostalgia, los recuentos de rigor y los egos periodísticos que se pelean el honor del descubrimiento.

El éxito de la obra, en buena medida, tuvo que ver con el contexto; habían pasado sólo dos meses del triunfo del No en el plebiscito de 1988 y había expectativas y ganas de celebrar. Además, Andrés Pérez reivindicaba una cultura popular -rica musicalmente- hasta entonces escondida en los prejuicios de lo "rasca". Así, La Negra se convirtió en un símbolo de la democracia en el amplio sentido del término (todos, incluso los rascas, podíamos participar) y de la alegría que, prometían, venía. Hoy el país ha envejecido y se reestrena un clásico que, al mirarse al espejo, muestra sus primeras arrugas.

La Negra Ester siempre tuvo problemas de dramaturgia. No hay una historia sólida; sólo el relato de un encuentro y desencuentro amoroso; escenas que muestran situaciones (no conflictos) y personajes queribles pero que, con excepción de Roberto (y ni tanto tampoco), no evolucionan.

Hace dos décadas esos escollos se disimulaban con una estética novedosa y con el "maquillaje" de un elenco sobresaliente. El reparto actual, en cambio -del que se mantienen sólo Rosa Ramírez en el protagónico y los músicos Cuti Aste y Jorge Lobos en la Regia Orquesta-,  es bastante dispar y vuelve evidentes las falencias del texto. Iván Álvarez de Araya en rol de Roberto es correcto, sin embargo no logra los matices ni la seguridad apabullante que ofrecía Boris Quercia.

La música sigue siendo el gran plus de la obra, pero esa mezcla de doble sentido e ingenuidad perdió la hilaridad de antaño. Antes era una sorpresa sumergirse en este colorido mundo chucheta; hoy no. El que algo haya sido grande no garantiza que lo seguirá siendo hasta la eternidad. La Negra, como todos, lucha contra el tiempo. Y la pelea se ve dura.