Revista Que Pasa

Cultura: Leonardo Favio en imágenes

Quizás la rareza de su doble oficio -como cantante y cineasta- sirva ahora, pasado el duelo, para apreciar mejor su música y luego buscar cuánto de su afición por la imagen se quedó en sus canciones.

Diferencias esperables separaron el modo en el que, esta semana, los noticiarios de Chile y de Argentina anunciaron la muerte de Leonardo Favio, a los 74 años de edad. Allá labia, afecto emocionado y consulta a altas autoridades; acá condolencias manidas, trivia biográfica y la cuña apurada de algún baladista, ese oficio de definición inasible. Sus notas y las nuestras se sostenían sobre una diferencia aun previa, fundamental, cual es que, en Buenos Aires, a quien se despedía era a un cineasta. Un cineasta que cantó, sí, pero un hombre de cámara, en definitiva; que debutó antes como realizador que como cantante (su debut, Crónica de un niño solo, es de 1964) y que obtuvo al menos dos batatazos de taquilla, por sobre los dos millones de espectadores.

Quizás la rareza estadística de su doble oficio, sirva ahora, pasados los suspiros de duelo y el llanto en tuits, para apreciar mejor la música de Leonardo Favio, y luego buscar cuánto de su afición por la imagen se quedó en sus canciones. Fuiste mía un verano, su disco de 1968 -que mantuvo por años la marca de ser el LP argentino de mayor venta-, es como una sucesión de breves guiones. Se acomodan en esos versos enamorados mujeres de figuras y modales distinguibles (“tiene / cuando despierta / ojitos de niño / carita traviesa”), temblores eróticos de atrevida fantasía (“Quiero aprender de memoria” completa, probablemente, la canción más osada que se haya compuesto en castellano en esa década) e historias sencillas con sus titubeos y sus gestos (“Yo estaba en el bar / me miró al pasar / yo le sonreí / y le quise hablar”). Los éxitos radiales de Leonardo Favio fueron, en realidad, descripciones, y no tanto de sentimientos  -como suele dictarlos la canción romántica- sino de situaciones, encuentros, caminatas, miradas. Las suyas son canciones ante las que se cierra los ojos no para evocar, sino para completar la imagen que va dibujando el canto.

Los años fueron convirtiendo ese peculiar estilo de expresión amorosa en la marca de un personaje con una osadía poética ya gastada, y que aconsejaba titular discos con frases hechas, como Romántico a morir (2001), o grabar versiones de gente como Juan Gabriel, un chinchoso indeciso a su lado. Pero ni en sus últimas presentaciones pudo alguien vislumbrar decadencia.

“Cuando canto no hago cine y cuando hago cine no canto. Pero las dos cosas me apasionan”, le explicó alguna vez al diario Página/12. La versatilidad y la búsqueda son aventuras que en algún momento indefinible de los años 80 se escindieron del género de la canción romántica para nunca más volver a él. Entre otras muchas cosas, Leonardo Favio lega la prueba de que ese control personalísimo sobre el propio cancionero es posibilidad de recomendable fuerza. Lo sabe Vicentico, que de modo creciente se atreve en versos cada vez más destemplados. Lo trabaja Pablo Dacal, uno de los mejores representantes de la nueva generación de cancionistas. Lo aprecian los millones de auditores conmovidos alguna vez por sus versos, para cuya trémula indagación amorosa es probable que no surja reemplazo.

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