Columna de Alberto Fuguet: El futuro usa mascarilla

La narrativa de la pandemia ha sido menos gore de lo que se creía. Esta cinta de catástrofe que estamos viviendo no ha estado a cargo de John Carpenter (cómo ha crecido en espesor Escape de Nueva York) o De Palma o hasta George Romero.



Aún es pronto para contar la historia. O quizás lo certero sería decir la-suma- de-las-historias, porque son muchas, capaz que demasiadas. Hay (habrá) casi tantas como personas hay en la tierra y las iremos conociendo, procesando, destilando. De a poco, no aún. Los que despreciaban las historias mínimas, la moral minimalista y puertas adentro de los escritores norteamericanos bautizados como realistas sucios tienen que conceder que hoy importa más lo que sucede en el baño o la cocina o el balcón donde se fuma que las sagas épicas. Es cierto: estamos viviendo una novela de Stephen King, pero a la vez el autor que ha crecido para volverse indispensable es quizás Raymond Carver. Hoy, cortarse el pelo se ha vuelto el material perfecto para un cuento. No es la falta de alcohol gel lo que en algunos departamentos y casas es lo que altera, es la escasez de cloro gel y sprays antibacteriales. Ahora, por primera vez quizás, entendemos el real significado de globalización: no es el lanzamiento del nuevo álbum de The Strokes o el estreno en todas las salas del mundo de otra Thor, es la sensación de que todos estamos en esta juntos. Es cierto: esto es global, pero también es en extremo personal.

Para no sumarme a la estadística banal he intentado leer obituarios, enterarme de quiénes han muerto por el virus. Esto, en general, importa poco. Todo son estadísticas; más números e infografías que gritos, llantos y el demente sonido de alguien que no puede respirar. Tanta asepsia tiene algo sucio. Es sospechoso preocuparse tanto por salvar vidas y cuando una cae, cuando un cuerpo colapsa, a lo más dicen en qué región o en qué comuna sucedió. Detrás de cada muerte hay historias que deben ser compartidas. Mucho parte, muchos puestos de control sanitario, muchos termómetros electrónicos, mucha playa clausurada y helicópteros rumbos a un mariscal, pero poca empatía para mirar la muerte, que es lo que tiene a todo el mundo por un lado revuelto y, a la vez, paralizado.

Un asunto es vivir la guerra in situ y otra es mirarla de lejos, que es lo que ocurrió con la Segunda Guerra Mundial para todos los que no estaban en la batalla ni en las ciudades arrasadas y bombardeadas. Para los que estaban lejos de las trincheras, todo se volvió una suerte de película que todos comentaban, pero que nunca llegó a las salas nacionales. Debían leer los despachos enviados a través del telégrafo o ver los noticieros atrasados en los cines. La muerte y la anticipación a ella (el terror, el ansia) funcionan distinto en directo. Todo sucede en tantas partes y al mismo tiempo que uno de los posibles efectos secundarios es que terminen siendo más importantes los memes, las anécdotas, las clases de yoga, el aburrimiento al borde un ataque de nervios y el ritual del pan de masa madre. No es que esas pequeñas historias (stories por cierto, quizás nuestra nueva literatura y a veces el mejor cinema-verité circulando) no sean válidas, pero compiten mano a mano con la tragedia mayor, que es poco visual o acaso algo que hoy parece peor en esta era de la imagen: son repetitivas. Mucha máscara, mucha avenida vacía, mucho monumento desolado, mucho hospital colapsado, mucha conferencia de prensa. El virus, al carcomer el interior y debilitar los cuerpos, al ser en el fondo invisible, se ha vuelto el enemigo de los aficionados a los drones y los que se excitan con la cámara lenta. No tienen qué filmar. Quizás no se le teme tanto porque no se lo ve. La iconografía del mismo virus, ese ícono naif de una suerte de pomelo orgánico del sudeste asiático con pequeños tentáculos que puede o no puede ser cactus, da más confort que pánico. Al infantilizarlo algunos creen que lo pueden atajar como si fuera una mascota. El virus no es una nueva señal ética, no es el logo de una nueva franquicia. Esto no es la cuarta parte de Los cazafantamas. Más que fetichizar al virus, no sería mejor mostrar aquello que sí asusta. No se trata tanto de vencer al enemigo, sino que cada uno se contenga y eso requiere más arte que despachos en directo.

La narrativa de la pandemia ha sido menos gore de lo que se creía. Esta cinta de catástrofe que estamos viviendo no ha estado a cargo de John Carpenter (cómo ha crecido en espesor Escape de Nueva York) o De Palma o hasta George Romero. Si el mundo fuera de Hitchcock, estamos más en modo La ventana indiscreta o La soga que Los pájaros. Esta no es una guerra (como cree Trump), sino una espera. Esta crisis tiene algo de Robert Bresson por lo austero y de cierto cine experimental o contemplativo por lo eterno. El drama tiende a estar fuera de cuadro y dura 24/7, pero de manera interrumpida (no hay clímax, no hay persecuciones) y esto altera a los acostumbrados a los tres actos. Quizás la revolución fue televisada, pero esta debacle funciona de otro modo. Es un enemigo no solo invisible, sino silente. Quizás por eso el sonido ha adquirido otro rol: esos aplausos nocturnos, la música del vecino, el silencio del toque de queda otoñal, los pasos de alguien que camina o habla por celular o zoom de un balcón cercano con su madre, el aleteo del halcón que se posa en el techo del frente. Quizás por eso el momento más dramático y emotivo emanado del streaming o las redes o la misma televisión inepta fue inspirador y ha sido ver a la Reina de verde anunciado desde el Palacio de Windsor que todo va a estar muy mal hasta que podamos volver a encontrarnos (puntos para la serie The Crown). Ojo, que no se paró frente al Big Ben como en 28 días después. No es momento para jugar con la trivia o insertar en los mensajes huevitos de Pascua.

A los canales locales (que serán juzgados en su momento por no interrumpir su pavorosa programación en estado de catástrofe) ni siquiera se les ha ocurrido exhibir documentales acerca de mil temas, ciclos de cine chileno o de directores clave, clases improvisadas, programas de animales y de ciencia o -por qué no- pornografía (pasadas las 22 horas). Los canales prefieren el estallido, el fuego, la adrenalina. Los pinches matinales que justo van a la hora de clases ni siquiera han intentado enseñar o hacerse cargo de su nuevo público: estudiantes que, por primera vez, tienen un tiempo libre que se asemeja a estar preso. Mientras todo se hunde a una velocidad lenta, pero segura (algo que enreda y paraliza los medios más tradicionales), los canales apuestan por la comida (cocinar con famosos, cenar con no famosos) y las telenovelas turcas. La única innovación ha sido apostar por la falsa intimidad de sus rostros en sus horribles casas y escritorios con afiches saqueados de las bodegas de utilería. Tal como hay una cuenta en Twitter de Edificios Feos (es de esperar que las revistas de decoración de los diarios analicen la estética de un par de animadores patética) y se aterran con mostrar lo que puede asustar, angustiar, asquear o aterrar de verdad.

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