Cristián Leighton: “Lo temible de personas como Schäfer es su astucia para vestir el mal con el traje del bien”

El creador de “Colonia Dignidad”, la serie de Netflix que desbordó todas sus expectativas de audiencia, entra en detalles sobre la trastienda del documental y esboza sus propias respuestas a la pregunta que guió el relato: cómo operó la “máquina del horror” que se enquistó en Villa Baviera durante más de tres décadas.


El año 2013, filmando en la ex Colonia Dignidad un capítulo de la serie La sangre tira (TVN), Cristián Leighton le preguntó a un excolono si tenía material histórico de su familia, acaso algunas fotos para adornar el relato. La serie retrataba a descendientes de inmigrantes y el interés de Leighton por la Colonia no iba mucho más allá. Pero, además de las fotos, le pasaron dos horas de material fílmico de los años 60.

“Cuando vi ese material, me deslumbré. Dimensioné lo que había sido la historia de ese territorio, la variedad de épocas que atravesó esa comunidad convertida en secta. Pensé inmediatamente: aquí hay que hacer un documental histórico, necesito averiguar todo”, cuenta Leighton, director de seis películas documentales (Nema problema, El corredor) y de incontables series para TV (Los patiperros, Santiago no es Chile).

“Empecé a leer muchos estudios y documentos de gente que investigó la Colonia –prosigue−. Y mientras más leía, menos sabía, más preguntas me surgían. Al mismo tiempo, en las visitas al lugar pude conversar con Wolfgang Müller, que fue el encargado audiovisual y principal camarógrafo de la Colonia desde los años 70. O sea, el encargado de la propaganda. Y en las conversaciones con él, muy largas, me cuenta todo lo que había filmado. Y también me cuenta que, si bien una parte de ese archivo fue quemada antes de los allanamientos, quedaba mucho material escondido en distintas partes de la Colonia, aunque en muy mal estado. Un día me mostró una pieza donde había muchísimas cintas, evidentemente deterioradas. Ahí le pido que me entregue ese material, para intentar verlo, primero que nada, y luego ver qué se podía hacer con él”.

¿Te lo entregó todo altiro?

Fue un proceso escalonado, digamos. En un período de casi un año se produjeron diferentes entregas. Müller me entrega unas 600 cintas. Y luego, en cuatro o cinco ocasiones, tanto en Santiago como en la Colonia, me entregan más material. Y esto ya se convierte en un problema.

¿Por qué?

Porque yo quería hacer un documental de 70 minutos y ahora tenía mil cintas de archivos. Y había que limpiarlas, restaurarlas, verlas, catalogarlas, digitalizarlas… Era un pozo sin fondo, un océano de archivos fílmicos y sonoros que en Surreal [su productora] no podíamos absorber, pero tampoco podíamos ignorar. Ahí me acerqué a Looks Film, productora alemana de mucha tradición en el cine documental. Se interesaron e iniciamos un trabajo en conjunto que duró casi seis años y que sólo se me ocurre definir como extenuante y descomunal. Luego nos asociamos con Netflix, que fue muy importante porque el solo trabajo de archivos ya iba a requerir una cantidad de recursos enorme.

¿Netflix les impuso alguna pauta narrativa o de contenido?

Cero. Ellos vieron un teaser de la serie de 25 minutos, decidieron acogerla como una serie original de Netflix y a partir de ahí confiaron plenamente en nosotros. El único “mandato” que te hacen, por decirlo así, es “concéntrate en contar bien la historia”. Les interesaba que la densidad dramática fuera lo más importante.

O sea, que no se perdieran en ese océano de archivos.

En realidad, para nosotros el mayor desafío era no perdernos en una historia tan larga, porque había un montón de desvíos posibles. Y la manera de no perdernos fue hacer del tiempo histórico, de la sucesión de épocas, una especie de tubo contenedor de lo que queríamos contar. Porque había que abarcar cada etapa: los años 50 en Alemania, la llegada a Chile, la relación de Schäfer con la dictadura, la llegada de la democracia, etc. Esos cortes nos obligaban a avanzar. Y el archivo nos acompañaba muy bien en eso, porque su propia textura reflejaba distintos momentos históricos: el cine en blanco y negro, el cine a color, la llegada del video, la evolución del video digital, y así.

Además de mostrar los hechos concretos, ¿cuál era el misterio o la pregunta que quería desentrañar ese recorrido histórico?

La primera pregunta era cómo una secta pudo durar tanto tiempo. Y eso implicaba tratar de entender dos cosas: cómo funcionó el poder de Schäfer hacia adentro, sobre el resto de los colonos, y hacia afuera, para que nadie se metiera en su territorio. Esa pregunta era la base del relato. Y una referencia que me orientó mucho fue Shoah, el documental sobre el Holocausto de Claude Lanzmann. Para las tres cabezas del proyecto −Wilfried Huismann, Annette Baumeister y yo− fue muy importante decir: ya, vamos a seguir el método Lanzmann. Porque lo que él persigue es describir el mecanismo interno del horror. Lo cual, en nuestro caso, significaba describir cómo esta máquina del horror se había internalizado en los colonos. Y Lanzmann entiende que, para aproximarse a eso, las víctimas y los victimarios son las principales fuentes reveladoras.

Si es que están dispuestos a hablar.

Claro, ese fue otro camino largo. Y siempre ha sido un gran tema del cine documental: ¿cómo logro que hablen los que no quieren hablar? Esos trabajos de convencimiento, la verdad, son cosas que a los documentalistas no nos gusta hablar ni compartir con nadie. Y la gente, por otro lado, conoce mejor el trabajo del periodismo y tiene juicios a favor o en contra, pero frente al documental hay más bien sospechas.

¿Por qué?

Porque el juego del relato no es “yo te hago preguntas y tú me las tienes que responder”. Hay un trabajo de convivencia, de observación participante, donde finalmente tú quieres ponerte en los zapatos del otro, como decía Coutiño. Y ese trabajo está siempre bajo sospecha, porque no se sabe lo que estás haciendo y menos lo que vas a editar. Entonces las preguntas que nos hacían siempre fueron: ¿Con quién estás tú? ¿Con los buenos o con los malos? ¿Con los colonos o los excolonos? Y uno no puede contestar “mira, en realidad soy un militante del documentalismo”.

Tampoco digamos que todos tus colegas buscan los zapatos del otro. Muchas veces uno se pregunta cómo el entrevistado fue tan tonto de hablar con alguien que lo iba a dejar mal sí o sí.

Eso existe, sí. El poder de la edición es algo muy delicado. Ahora nosotros estamos conversando pero yo quedo totalmente expuesto a tu edición, tú vas a resolver cómo se lee esto. Y yo hago lo mismo en un documental.

¿Te sientes con un poder excesivo sobre el otro?

Sí, el poder es excesivo. Siempre he dicho que el famoso cartelito debería decir: “Las opiniones vertidas acá son responsabilidad de quienes las emiten y de quienes las editan”. Ahora, el uso del poder de edición no depende sólo de tu empatía, sino también de los estilos de documental, que son muy variados. Lo que pasa es que mi acento, por decirlo así, ha sido siempre el encuentro con el distinto, al que no conozco y a quien no he estudiado. Alguien me decía “oye, todos tus documentales están llenos de subtítulos”. Es verdad, siempre hay gente de otros lados.

¿Y cómo reaccionaban los excolonos cuando uno de ustedes llegaba a pedirles que contaran su historia?

Evidentemente la primera reacción es poner una distancia. Cuando tu historia está atravesada por los crímenes que ahí ocurrieron y por investigaciones policiales y judiciales, tus aprensiones son máximas. ¿Por qué voy a confiar en estas personas que pretenden filmarme? ¿Para qué voy a hablar? ¿Qué voy a ganar yo con esto? Son preguntas muy naturales. Pero creo que los documentalistas, al final, siempre apelamos al deseo de ser escuchado. Hay un deseo de que alguien le ponga oído a tu historia de vida. De hecho, aunque parezca raro, es más difícil crear confianza cuando llegas preguntando por grandes temas, en una clave más pública, que cuando hablas desde cierta intimidad sobre cosas más personales. Ahí se abre la posibilidad –no siempre pasa− de que pienses “bueno, esta persona me está escuchando y a lo mejor va a proyectar algo de mí que les haga sentido a los demás”.

Registro fotográfico de Paul Schäfer.

¿Te has visto en el dilema ético de convencer a alguien de que hable aun creyendo que no le conviene hablar?

No, siempre he pensado que es bueno hablar. Pero en este caso, obviamente, las entrevistas sí planteaban dilemas éticos. Además, al empezar a investigar, yo me di cuenta de que el tema no era la Colonia Dignidad: era el mal. Entonces leí a los filósofos que pensaron el mal, como Paul Ricoeur, y la primera pregunta que ellos se hacen es: ¿podemos pensar “correctamente” en el mal o al pensarlo ya lo estamos justificando? Porque si te preguntas qué es el mal, vas derecho a la pregunta que se hace la teología: de dónde proviene el mal. Y como me dijo Jorge Costadoat, ese ejercicio siempre puede ser visto como un intento de relativizar el daño. Nuestra reflexión, entonces, fue que teníamos que pensar el mal a partir del sufrimiento que produjo en sus víctimas. ¿Pero qué haces cuando aparecen las dualidades víctima-victimario? Además, tú no puedes entender la Colonia en toda su perspectiva sin pensar que durante 20 o 30 años no escapan más de 10 personas, y el resto se somete. Entonces, ¿esas 10 personas son los héroes y todos los otros son cómplices, por no haberse rebelado y haber colaborado al someterse? Es muy difícil juzgar desde afuera toda esta historia, donde el sufrimiento estuvo en tantos cuerpos de diferente manera.

Entonces, ¿cómo se pensaron las entrevistas a los excolonos que podían ser vistos como cómplices y víctimas de Schäfer a la vez?

Las hicimos distintas personas, pero siempre el objetivo era que nos describieran esa máquina del mal de la que formaron parte. Una entrevista bien difícil para mí, que duró 5 o 6 horas, fue la de Kurt Schnellenkamp, el jefe económico de la Colonia.

Que aparece hablando junto a su hija.

En la cárcel de Cauquenes, sí. Y lo pensé mucho: ¿cómo me paro yo frente a un victimario? Porque lo natural es que el documentalista o el periodista quiera protegerse ocupando el lugar del bien: sentar al tipo en el banquillo, enrostrarle sus crímenes y conminarlo a mostrar arrepentimiento. Pero yo quería, sobre todo, que él nos contara por qué llegó a hacer lo que hizo, cómo funcionaba ese escuadrón del horror que era el círculo de hierro de Schäfer. Y hablando con traducción simultánea, muy observados por el sistema interno de la cárcel, se me empezó a hacer difícil. Él ya estaba mal de salud, a veces se perdía. Y su hija me había dicho: “Por favor, no quiero que le ocurra nada, porque va a hablar cosas que lo van a alterar emocionalmente”.

Complejo…

Yo me acordé altiro de Franz Stangl, el comandante de Treblinka, que en su última entrevista con Gitta Sereny le dijo: “Mi gran culpa es haber sobrevivido, yo debiera estar muerto”. Y murió esa noche de un ataque al corazón. Entonces mi preocupación era que Schnellenkamp resistiera a la entrevista, que no dejara nunca de hablar, que confesara y confesara. Y en un momento, la hija me dice al oído: “Esto no está fluyendo, no está diciendo nada”. “Ya, ayúdalo a que hable”. Y ella entra en la escena, se sienta al lado de él y empieza a interrogarlo, como diciéndole “papá, habla por favor, coordina, revela lo que tienes que revelar”. Y logró que empezara a contestar.

¿A qué conclusiones fuiste llegando sobre la manera que operaba esa máquina del mal?

En el plano institucional, como ya se ha dicho, lo central es que aquí había un Estado dentro de otro Estado. Pero en un plano más filosófico, yo diría que lo temible de personas como Schäfer es su astucia para vestir al mal con el traje del bien. El símbolo de eso es el hospital, que se convierte en una ayuda concreta para toda la gente que vive alrededor. Incluso desde Linares, desde Parral, empiezan a ir a este hospital por la buena atención que ofrecía. Yo asocio mucho esa astucia de Schäfer al traje de rey mago que usa en una escena de la serie. Se disfraza de rey mago… Y el doctor Luis Peebles, que fue torturado en ese lugar el año 74, me dijo que Schäfer en realidad era un clown, un saltimbanqui. Una persona muy activa, muy locuaz y que tenía esa capacidad histriónica de esconderse, de no dejarte nunca saber quién era.

¿Crees que lograste dilucidar quién era?

No. Y creo que lo mejor que pudimos hacer, al no lograrlo, fue asumir que era un misterio. La escena final me parece muy reveladora de su personalidad: él mismo se cuestiona y les dice a los demás “ustedes ni siquiera saben quién soy, tendrán que descubrir si soy un enviado de Dios o del diablo”. Siempre se dice “no, lo que pasa es que era un nazi”. ¿Y eso qué explica? A mí no me ayuda en nada a definir su acción ni a comprenderlo como sujeto. Otros colonos eran más nazis que él. Ahora, que Schäfer sea un misterio no impide contar la historia que protagonizó. Todo hay que decirlo: incluso ayuda a contarla.

Entre las aristas de la historia que quedaron afuera, ¿qué fue lo que más te dolió sacrificar?

La dimensión religiosa. Porque la idea de que esta vida es sólo un prólogo de la vida eterna, la antesala de algo muy superior, subyacía a esta comunidad desde los inicios y creo que fue clave. En conversaciones con algunos de ellos aparecieron conceptos religiosos profundos, que no alcanzamos a desarrollar después. Pero fue un elemento muy aglutinador que usó Schäfer para conducir esta vida y disponer de ella. Había ahí una persuasión, un sometimiento, una quietud que él lograba transmitir, a través de su lectura e interpretación de los textos sagrados, que generaba al final una cierta conformidad: después todo este sacrificio iba a venir la salvación, la vida plena.

Pero la Colonia también era un proyecto de utopía terrenal.

Es que eso es muy interesante, porque están las dos cosas: cuando se sufría, estabas conectado con otro mundo, y cuando se vivía la felicidad, era plena, porque estabas en el paraíso del comunitarismo, de la no jerarquía. Wolfgang Müller había participado en todos los movimientos de izquierda en Alemania, era alguien que creía mucho en el socialismo y en Mayo del 68. Y como tenía además una fe religiosa, al conocer a esta comunidad en Gronau dijo “chuta, parece que descubrieron el paraíso en un lugar que se llama Chile, me voy para allá”. Y me cuenta que al llegar a la Colonia, el año 74, pensó “esto sí que es el socialismo: hay que manejar un tractor, hay techo, trabajo, comida, solidaridad, cero competencia…”. Otra cosa muy importante, creo yo, es que había una gran liberación del peso de la libertad. Schäfer los liberaba de tener que decidir todos los días qué hacer. Y para esa gente que venía muy traumada de la guerra, muy debilitada psicológica y materialmente, tener la supervivencia resuelta, no tener que preguntarse “qué va a pasar mañana”, me imagino que era quitarse un peso brutal de encima.

Cristián Leighton antes dirigió los documentales Nema Problema y El Corredor.

La soledad de las víctimas

¿Asumías como un deber que el documental dejara conformes a las víctimas de la Colonia?

Ese es otro gran tema, porque tú no puedes decir “las víctimas de Colonia Dignidad” como si fueran un mismo grupo: están los niños alemanes, los niños chilenos, los torturados y desaparecidos en dictadura, los colonos que eran castigados, etc. Cada época tiene su propio grupo de víctimas, además. Así que el verdadero desafío era cómo darles visibilidad a todos. El grupo chileno que fue víctima de abusos, por ejemplo, dice “la serie es reduccionista”. Es un adjetivo, pero si intento hacerme cargo podría decir “sí, es verdad, quedaron crímenes que no abordamos”. Por dar un solo ejemplo, el de Boris Weisfeiler, científico que desapareció en los años 80 en las afueras de la Colonia y hasta hoy su hermana lo busca. Pero no lo podíamos decir todo, había que tomar opciones. Lo que sí nos parecía indispensable era sacar a Colonia Dignidad del “parece que”.

¿Cómo?

Porque muchas personas con las que tú hablas, incluso políticos en Alemania o Chile, saben poco de la Colonia y se quedan con el mito de que ahí ocurrieron cosas atroces, pero de manera muy liviana: parece que ahí se torturó, parece que se traficaron armas, parece que se abusó de mucha gente. En ese contexto, que la sociedad pueda ver esto y decir “ah, así ocurrieron estas cosas, con esta lógica”, creo que tiene un valor. Ahí tuvimos que salirnos del método Lanzmann, porque él decide no usar archivos históricos, sólo entrevistas. Aquí el archivo era esencial para darle verdad a lo que iba apareciendo en los testimonios

A veces, incluso, las imágenes son como el inconsciente del testimonio, más que su ilustración.

Esa fue una obsesión nuestra: que el material de archivo no quedara atrapado en la palabra. Que fulgurara, que reverberara en el espectador en términos de imagen y sonido. Yo puedo entender, en todo caso, cierta molestia que produce el cine documental al convertir el horror material en una narrativa, como si darle relato fuera frivolizarlo, de algún modo. Pero me parece que la verdad histórica se construye desde muchos ámbitos. La justicia establece una verdad jurídica, pero siempre el horror la excede. Y la construcción de la memoria es mucho más lenta, requiere paciencia. Y lo que viene a aportar el cine documental en ese proceso, según creo, es crear puentes de empatía entre la sociedad y las víctimas. Porque las víctimas se van quedando solas. Quedan a merced de la burocracia, de la indiferencia, de la ineptitud, del olvido. Y la sociedad no puede asumir el lugar de la víctima, porque ese sufrimiento es inalienable, pero sí tiene, a mi juicio, un deber ético de empatizar. Eso es importante en un país como el nuestro, con tanta precariedad cultural respecto de lo que significa dañar a otras personas. Jean Améry, filósofo que sobrevivió a Auschwitz, define lo que le ocurre a la víctima como “la ruptura de la confianza en el mundo”. Esa es una herida demasiado profunda.

¿Dejaron cosas afuera por ser demasiado sensibles o fuertes?

Sí, hay relatos que se dejaron fuera. Había zonas del horror que de verdad que son inenarrables. Y que, además, podían alterar demasiado la escucha y la visión de la película. Podían producir un ruido, digamos, y leerse también como una acción morbosa de parte nuestra. La zona morbo, la zona obscena, pornográfica, es muy complicada, porque todo el mundo dice que tiene claro el límite: no, nadie lo tiene claro. Uno siempre puede cruzar esa frontera sin darse cuenta. Y después que la película ya salió, dice “sí, en realidad fui demasiado lejos”.

¿A qué atribuyes el éxito que tuvo Schäfer creando redes de apoyo en la sociedad chilena, y por tanto tiempo?

Creo que una de las razones, también mencionada alguna vez por Carlos Peña, fue la germanofilia chilena, que a mi juicio persiste como fenómeno cultural. Otra es la osadía de Schäfer. Siempre fue muy osado. Cuando Héctor Taricco, intendente de Linares, denuncia el año 67 que algo raro pasaba ahí, inmediatamente ellos lo van a ver para convencerlo de que está confundido. Después se querellan contra él y Taricco es destituido, pero antes se acercan a decirle que en realidad eran gente buena, cristiana. Y ese es otro elemento: aquí se trataba de una comunidad cristiana. Cristianos blancos son gente confiable.

Y esta era gente trabajadora.

Claro, esforzados. Ellos mostraban, como te digo, esta cara del bien: construyen un hospital, una escuela, limpian los campos, los hacen producir y le dan a dar a todo eso un carácter muy social. Nunca se olvidaron de hacer ese proselitismo, la “sociedad benefactora”. Y hasta los años 90, interactuaban con todos los canales de TV, regionales y nacionales, enviándoles videos, propagandas, invitando a los periodistas. En el archivo –esto no está en la serie− aparecen muchas personas, incluyendo a periodistas, que eran invitados y agasajados. Obviamente eso te da poder. Müller me contó que incluso editaban las notas en algunos canales. Pero más allá de esas redes, aquí hubo una negligencia criminal de los dos estados, chileno y alemán, que en términos de verdad y justicia, y por supuesto de reparación, todavía tienen muchísimo por hacer.

¿Trataron de entrevistar a Hernán Larraín para que pudiera dar su versión?

Sí, pero no nos contestaron. Llamamos primero a la UDI, nos derivaron a una persona del Ministerio de Justicia y esas llamadas ya no obtuvieron respuesta.

¿Por qué crees que Schäfer y su núcleo filmaban tanto las cosas que hacían? ¿Era sólo con fines de propaganda o tenían otra razón para dejar registro?

Es que Schäfer, a través de Wolfgang Müller, armó un verdadero departamento audiovisual, con muy buenas cámaras y equipos de edición. Es decir, fueron armando una infraestructura que les gustaba usar. Y Müller me dijo que era muy alemán esto de estar filmando, documentando, fotografiando. Y hacerlo bien, además, porque casi siempre es un trabajo muy cuidado. Nuestro cálculo es que más o menos el 60% de lo que filmaron se salvó de desaparecer. Del resto, una parte fue quemada y lo demás salió en distintos momentos de la Colonia y lo tienen guardado algunos particulares, según sé.

Cuando algún realizador o periodista accede a un archivo inédito importante siempre se producen suspicacias, sobre todo si el tema es sensible. ¿Te tocó lidiar con eso?

Sí. De hecho, el largo proceso de lidiar con este archivo audiovisual significó en un momento responder a un llamado de la policía, que investigaba al respecto. El requirente pedía incluso la incautación del material.

¿Quién era el requirente?

La Asociación por la Memoria y los Derechos Humanos Colonia Dignidad, que dirige la señora Margarita Romero. Fue una sorpresa y la verdad es que me preocupé, porque recordé que a la documentalista Elena Varela le incautaron su material mientras filmaba en la Araucanía y ese material después desapareció. Y Jaime Madariaga, que fue su abogado en ese caso, me hizo ver que los documentalistas no tienen la prerrogativa de proteger a sus fuentes, como los periodistas. Así que declaré ante el juez Carroza, que llevaba la causa, le describí el trabajo que estaba haciendo, y al mismo tiempo solicitamos −junto con Pamela Vízner, encargada de la restauración fílmica− proteger el archivo para su conservación.

¿Dónde está hoy el material?

Todo el material físico se lo entregamos a la Cineteca Nacional. Y el digitalizado, que está en Alemania, va a ser de acceso público –con fines de investigación− desde marzo próximo en el sitio progress.film, donde existe una enorme colección audiovisual de alto valor histórico. Pero vale la pena preguntarse por la diferencia de estándar entre el documentalismo y el periodismo investigativo, al cual no se le exige entregar materiales antes de publicar su trabajo. Yo nunca entendí que este material fuera mío: cuando me lo entregaron, me comprometí a restaurarlo, usarlo en el documental y devolverlo restaurado. ¡Si gran parte no se podía ni ver! Y ya no está arrumbado ni escondido, está vivo. Entonces, me parece importante que los documentalistas podamos trabajar sobre un determinado tema desde nuestra mirada, tal como frente al mismo tema lo pueden hacer los periodistas, abogados o fiscales desde sus disciplinas. Si cada cual hace su trabajo, la verdad va a ser más completa.

Hace no muchos años, se suponía que el documental agonizaba, porque no llevaba público al cine ni tenía espacio en la TV abierta. Y ahora, Netflix mediante…

Un documental de seis horas que cuenta una historia local puede ser un éxito en todo el mundo. Sí, es muy impresionante. En realidad, la agonía del formato se anunciaba ya en los 80. Muchos teóricos y seudoteóricos decían “no, el documental no tiene caso, el periodismo y la telerrealidad lo van a matar”. Y se las ha arreglado para persistir, creo yo, porque siempre está buscando una autodefinición: dónde está lo documental. Pero las plataformas de streaming han sido una explosión que no sé dimensionar, porque recién está empezando. El año 2017, cuando nos asociamos con ellos, yo jamás me imaginé que Netflix iba a ser lo que es hoy.

¿Has celebrado el éxito de la serie o te queda penando lo que pudo quedar mejor?

Me cuesta un poco sacar conclusiones cuando la serie todavía está siendo vista. Y voy a decir algo políticamente correcto, porque en buena medida lo soy: para mí también es importante, además de la audiencia, que haya espacio para la crítica y el debate sobre este tipo de trabajos, en particular sobre el enfoque histórico o el punto de vista. Ahora, dicho eso: sí, siento satisfacción. Hace tres meses, con el director Wilfried Huismann revisamos el último capítulo y nos alegramos, dijimos que lo habíamos logrado. Pensamos en todos los obstáculos, en el camino complejísimo que habíamos recorrido… Ver el resultado de la pega de tantas personas, y sentir que todos habíamos aprendido algo más del oficio del documental, es el momento de celebración que he tenido hasta ahora.

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