La felicidad, si sabes buscarla: un relato de Jaime Bayly

Foto: AP Foto/Brynn Anderson

Mientras el político vocifera fogosamente que todas las mujeres que abortan son criminales, la mujer embarazada, sola ante el mundo, ante su incierto futuro, se enternece pensando en ser madre alguna vez, pero no en ese momento, no en esa circunstancia contrariada.



Mientras un hombre pierde su tiempo hablando apasionadamente de las intrigas políticas de su país, otro se eleva sobre aquellas chaturas y pinta un cuadro o escribe una novela. El primero, sin advertirlo, afea su existencia, afea el mundo; el segundo, si acaso consigue rozar el arte, embellece su vida, embellece la vida misma. Tiempo después, la cháchara política del hablantín estará muerta, pero el cuadro o el libro sobrevivirá a su autor.

Mientras un predicador religioso afirma desde su púlpito que el amor entre dos hombres es una conducta nefanda, abominable, que debe ser proscrita y castigada, dos hombres se entregan valerosamente a la ceremonia erótica de amarse. Al insultarlos, al rebajarlos, el predicador esparce el veneno del odio, riega el cactus espinoso de la intolerancia. Al besarse, al amarse, los hombres se hacen inmunes al odio del predicador y enriquecen sus vidas, dejando que florezcan sus sentimientos más nobles y genuinos. Tiempo después, el predicador morirá con la amargura de quien no conoció el amor, pero los hombres se retirarán del gran teatro que es la vida con la callada certeza de que actuaron el papel que eligieron libremente y saborearon la esquiva dulzura del amor.

Mientras un político que no tiene hijos sostiene a los gritos que toda forma de aborto debe ser prohibida, que las mujeres que abortan son asesinas, una mujer se angustia porque ha quedado embarazada sin desearlo, y se entristece porque el individuo que la ha dejado encinta no quiere verla ni asumir su paternidad, y no encuentra fuerzas para seguir adelante, para ilusionarse con ser madre. Mientras el político vocifera fogosamente que todas las mujeres que abortan son criminales, la mujer embarazada, sola ante el mundo, ante su incierto futuro, se enternece pensando en ser madre alguna vez, pero no en ese momento, no en esa circunstancia contrariada. No puedo ser madre ahora mismo, no tengo fuerzas, no tengo dinero, no tengo a nadie que me ayude, se dice a sí misma, triste y abatida, hundida en la melancolía. Mientras el político sigue escupiendo palabras exentas de ternura, la mujer se resigna con profunda aflicción a practicarse un aborto y se promete a sí misma que más adelante, si las circunstancias son propicias, será madre. Para ella, abortar es un desgarro, una pena abrumadora, una tragedia íntima, pero es también el modo de ejercer su libertad y planear su futuro. Tiempo después, el político que no es padre sigue perorando que las mujeres deben ser madres aun si no lo desean, y la mujer que abortó ha sido madre, y ama a su hijo, y se demuestra a sí misma que una mujer que aborta puede ser también, recuperada de aquella circunstancia traumática, una madre sabia, generosa, dedicada. El político solo ha dejado una estela de palabras tóxicas a su paso, pero la mujer ha sido madre, se ha redimido de la tristeza de aquel aborto y ahora ama a su hijo y sabe hacerlo feliz.

Mientras un hombre rico sucumbe a las fiebres de la codicia e invierte millones en bonos y acciones con la ilusión de ser más rico, sin saber apreciar que ya es suficientemente adinerado como para no obstinarse en perseguir el dinero tal como perseguían el sueño del oro los intrépidos conquistadores españoles que llegaron a las costas americanas, un hombre que no es rico, que no posee un patrimonio, que vive en un apartamento alquilado y se moviliza en transporte público, orienta su vida no en atesorar dinero, sino en perseguir algo que, a sus ojos, no tiene precio: la belleza. Mientras el inversionista acaudalado sufre, se deprime y convulsiona porque sus bonos y sus acciones han perdido valor y por consiguiente él ha perdido millones, el hombre de clase media, el apacible inquilino, dedica su tiempo libre a recorrer museos, apreciando cuadros y esculturas, y a visitar bibliotecas, leyendo a los clásicos, y a ir al cine, viendo películas y documentales. Mientras el enfebrecido inversionista pierde fortunas y maldice su mala suerte, el hombre de clase media embellece su vida admirando cuadros, leyendo libros, viendo películas. Tiempo después, el millonario insaciable acaba lanzándose del balcón del piso quince porque, en esa hora fatal, piensa que, si no tiene dinero, no vale nada. En ese preciso instante, el hombre de clase media, amante del arte, la cultura y la belleza, lee un libro que le toca el corazón y llora de emoción: la aproximación al arte lo hace menos tonto, menos egoísta, más sabio y compasivo. No necesita millones para ser feliz: le bastan un buen libro, una buena película. La felicidad no tiene que ser cara, si sabes buscarla, se dice a sí mismo.

Mientras un banderillero clava sus lanzas en el lomo de un toro noble, y un torero envanecido lo aturde y marea y acaba por darle la estocada mortal, y la sangre del animal humedece la arena, tras haber sido minuciosamente torturado para beneplácito de los amantes de la crueldad como forma de fiesta o espectáculo, un hombre llega de noche a su casa después del trabajo y el gato del vecino lo espera, se aproxima a él y maúlla pidiendo comida, y entonces el hombre, que lleva numerosas latas de comida para gatos en su camioneta, siempre dispuesto a alimentar a algún gato callejero, se acerca al gato, acaricia su lomo (“tu lomo condesciende a la morosa caricia de mi mano”, escribió Borges, pensando en un gato) y le sirve comida. Tiempo después, otros toros nobles, emboscados y masacrados en la arena, son víctima de la bestialidad de los hombres, una bestialidad de siglos matando animales y matándose entre sí, pero el gato del vecino, a la misma hora, las once de la noche, es alimentado gracias a la sigilosa ternura de un hombre que, al verlo comer, se dice a sí mismo: cualquier gato es más inteligente que yo, cualquier gato evita los conflictos más sabiamente que yo.

Mientras un policía arresta a un vendedor de marihuana y lo mete en un calabozo tras darle una paliza, un hombre y una mujer encienden un porro, dan unas caladas hondas, se relajan, se desinhiben, se hacen bromas, se ríen. Luego suben el volumen de la música, bailan un momento y más tarde hacen el amor con una inventiva y una sensibilidad refinadas que atribuyen al cannabis. Concluida la ceremonia del amor, caminan a la cocina y se permiten la desmesura de comer helados, saboreándolos con pasión. El jefe policial malvive tenso y malhumorado, aplicando una ley estúpida con modales toscos, desgraciando las vidas de quienes encuentran un precario sustento vendiendo marihuana en algún parque de la ciudad, pero la pareja que ha fumado marihuana está convencida de que fumarla de vez en cuando le permite explorar unos placeres musicales, humorísticos, eróticos y gastronómicos que le serían escamoteados si no la fumase del todo. Tiempo después, el policía sigue creyendo que fumar marihuana es un vicio que debe ser reprimido a palazos, a patadas, a las bravas, sin saber que, si la fumara de vez en cuando, quizá sería un sujeto menos violento, más tranquilo y apacible, más risueño y reilón.

Mientras un hombre se maquilla la cara, se anuda una corbata, conduce a un estudio de televisión, se sienta frente a una cámara y empieza a hablar con una fogosidad y una elocuencia insólitas, convencido de que millones de personas están atentas a su cháchara inflamada, a esa expulsión volcánica de palabras de fuego, otro hombre que no se ha maquillado, que no viste corbata, que no sale en televisión, que está en pijama y pantuflas en la comodidad de su casa, ve a ese sujeto lenguaraz, de verbo chillón, y apaga el televisor, silenciando al charlatán, disolviéndolo a negro, neutralizándolo, y camina hasta su cama, se tiende en ella, enciende la lámpara y se entrega a la lectura de una novela. Tiempo después, el hombre maquillado sigue gritando en la televisión, como si al gritar poseyera la razón, como si medio mundo estuviese viéndolo, pero el hombre en pijama guarda silencio y, al leer un clásico, se permite hablar con el autor de esa obra de arte: quien escribió este libro está muerto hace años, pero su mente está viva en estas páginas y dialoga conmigo, piensa el hombre en pijama, mientras el hombre maquillado y con corbata no habla con nadie en la televisión y se entrega a la fiebre malsana de escucharse a sí mismo como si gobernase el mundo entero.

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