La isla: un relato de Jaime Bayly

En esta isla, el que no tiene yate o lancha o cuando menos moto de agua es considerado casi un indigente. Yo soy entonces un indigente, un perdedor. No me gusta navegar, me gusta estar en tierra firme.



En esta isla siempre hay una casa demoliéndose y otra construyéndose. Supongo que el progreso económico se mide en viejas casas destruidas, nuevas casas construidas.

Las viejas casas que son demolidas se construyeron hace más de medio siglo, cuando esta isla se fundó. Entonces vinieron a vivir los veteranos de las guerras. Son casas pequeñas, de un solo piso, de techos bajos. Yo viví en una de esas casas. Hacía un calor endemoniado porque el sol quemaba los techos bajos. Esas casas viejas se venden por lo que vale el terreno. Los ricos pagan dos millones, tres millones y enseguida las mandan a demoler. Destruida la casa, solo queda en pie un precario baño de plástico donde los obreros hacen sus necesidades, mientras construyen afanosamente las nuevas casas.

Las nuevas casas son todas muy parecidas, de líneas simples y rectas, de formas geométricas. Tienen tres pisos y se elevan tanto como la ley municipal lo permite. Ya no son casas de tejado a dos aguas, como eran las casas elegantes de estas tierras cálidas, como es la casa en la que vivo hace muchos años. Ahora son casas en las que unos cubos parecen adheridos a otros cubos, en las que unos bloques horizontales de cemento parecen erigidos sobre otros bloques iguales, simétricos. Es la arquitectura moderna o la arquitectura de moda. Desde afuera, parecen casas frías, sin alma, sin espíritu romántico. Son casas minimalistas a precios maximalistas. Las menos caras cuestan cuatro millones, cinco millones. Luego si la casa tiene salida a los canales de la isla, a las costas de la isla, el precio será el doble o el triple o más. Y siempre hay un millonario o un billonario que puede pagar treinta millones por una casa en esta isla.

Los ricos más ricos de la isla suelen ser socios del club de navegación donde atracan sus yates, sus embarcaciones. Allí se reúnen para comer, beber, conspirar, tramar inversiones. Los ricos raramente van a la iglesia católica, a la iglesia presbiteriana, a la sinagoga del barrio. Los muy ricos, cuando se ponen espirituales, salen a navegar. En esta isla, el que no tiene yate o lancha o cuando menos moto de agua es considerado casi un indigente. Yo soy entonces un indigente, un perdedor. No me gusta navegar, me gusta estar en tierra firme.

Antes de que llegasen los veteranos de las guerras a construir las primeras casas, ya vivían en esta isla las iguanas, las serpientes, los mapaches, las lagartijas. No van quedando muchos mapaches, a veces de noche se aparece uno para comer de la basura. No van quedando muchas iguanas, los autos las aplastan a menudo, ellas no perciben el peligro vehicular, no están dotadas genéticamente para advertirlo a tiempo, se quedan pasmadas sobre el asfalto caliente y los conductores estúpidos las pisan deliberadamente para sentirse poderosos. Luego bajan los buitres y los cuervos a comer los intestinos de las iguanas recién machacadas en la pista. A veces los autos también arrollan a una ardilla o incluso a algún gato viejo y medio ciego. Es terrible cómo hay tanta gente que disfruta matando animales inocentes. Mi padre era así. Yo detesto a esa gente insensible.

A diferencia de las grandes ciudades, donde los humanos están muy cerca unos de otros, donde los ruidos humanos son frecuentes e irritantes, en esta isla los humanos estamos bastante alejados unos de otros. Cuando salgo a caminar, me siento raro y hasta incómodo cuando un humano se me acerca, es mejor si no hay peatones a la vista, si nadie me saluda ni me pasa la voz. Raramente se oyen los ruidos humanos de los vecinos, en general los residentes de la isla aprecian el silencio y la privacidad. A veces los vecinos uruguayos hacen una fiesta y ponen música y tienen la delicadeza de suspender la fiesta a la una de la mañana. Por suerte los jardines de mi casa huelen a marihuana porque los vecinos argentinos de origen judío fuman marihuana de alta calidad tres veces al día y ese olor tan agradable invade también nuestra casa. Aunque no fumo marihuana hace años, el olor de la marihuana de los vecinos argentinos me relaja, me pone de buen humor. Los vecinos argentinos no trabajan, no molestan a nadie, viven de sus rentas, bien por ellos.

Antes teníamos una mesa de ping-pong, pero como nadie jugaba la dimos de baja y la casa se expandió sobre esa terraza que ahora es una sala y una suerte de estudio de grabación. La piscina está allí, limpia, transparente, iluminada de noche, y solo nos metemos en ella a la muerte de un obispo, lástima que los obispos no se mueren más a menudo. Tengo un patinete motorizado, pero nunca lo he usado por temor a caerme, ni siquiera salgo a montar en bicicleta por miedo a que me atropellen, ya me atropellaron en otra ciudad y quedé asustado. Cuando salgo a caminar al final de la tarde, agradezco que no veo humanos respirando cerca de mí. Si se acerca un corredor, o un peatón a toda prisa, lo dejo pasar casi como si fuera una amenaza, un enemigo. Prefiero no hablar con nadie. En esta isla te acostumbras a estar solo en tu casa y a no hablar con nadie. Yo mido la felicidad en silencios, en palabras no habladas, en llamadas telefónicas que no contesto, en agravios de los enemigos que no me rebajo a responder. Las cosas mejores que hago en esta casa, por ejemplo: leer o escribir, las hago necesariamente en silencio. Incluso el amor lo hacemos en silencio, o casi en silencio.

Los gatos de la isla son gordos y confianzudos. Los perros de la isla son mimados, consentidos. Las señoras ricas de la isla salen a caminar con sombrero y algunas con paraguas. Los ricos muy ricos no caminan, ellos corren, corren a toda prisa, están siempre apurados por llegar primeros. Yo dejé de correr hace muchos años cuando comprendí que incluso los peatones más distraídos me sobrepasaban en velocidad. Estaba haciendo el ridículo. Por eso ahora prefiero caminar y por supuesto todos los paseantes me sobrepasan igualmente.

Hace diez años íbamos al cine todos los fines de semana. En la isla no hay cines. Manejábamos hasta barrios lejanos. Ahora, es una pena, ya no vamos al cine. Apenas salimos a cenar. Vamos a los restaurantes de siempre, idealmente la misma mesa. Si no nos han reservado la mesa habitual, me llevo un disgusto y me marcho ofuscado a otro restaurante.

En esta isla he sido feliz, en esta isla quiero morir, en los mares quietos que lamen las orillas de esta isla quiero que echen mis cenizas.

Supongo que después esta casa de tejado a dos aguas será comprada por un rico con ínfulas de grandeza, y luego será demolida ruidosamente en pocas semanas, y enseguida una casa nueva de arquitectura ultramoderna será construida sobre esta parcela donde encontré mi lugar en el mundo.

Entonces ya nadie recordará, ni a nadie le importará, que supe ser feliz en esta isla.

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