Cien años de la Constitución de 1925: cómo se realizó la obra cumbre de Arturo Alessandri
Aprobada por un plebiscito en agosto de ese año, y promulgada el 18 de septiembre, fue la carta magna que rigió buena parte del siglo XX. Terminó con el sistema parlamentario, dotó al Estado de facultades que le permitieron abordar los problemas sociales y separó a la Iglesia del Estado. Acá nos sumergimos en su historia.
Cuando Fernando Alessandri Rodríguez recibió el volumen en sus manos, la invernal tarde del 18 de septiembre de 1925 en el Palacio de La Moneda, seguro sintió algo de nervios. En su poder estaba el documento más importante de Chile, recién firmado por el Presidente de la República -su padre, Arturo Alessandri Palma- y como su secretario personal debía encargarse de su custodia. La Constitución de 1925 era acaso la obra mayor del gobierno del “León de Tarapacá”.
Llegado al poder en 1920 -en una estrecha elección que se decidió en un Tribunal de honor por un solo voto-, Arturo Fortunato Alessandri encarnaba el deseo de las clases medias y populares de mejorar sus condiciones de vida, muy desmejoradas, y sobre todo, de terminar con el gastado régimen parlamentario, que no daba respuestas a los problemas del país. “Como hoy, durante la década de 1920 se vivía una profunda crisis sistémica, que combinaba profundas fracturas sociales (la ‘cuestión social’), un sistema económico mono-exportador (basado en la industria del salitre) que comenzaba a hacer agua por todas partes, y un sistema político incapaz de hacerle frente, y mucho menos resolver, todos esos problemas”, explicó a Culto el Premio Nacional de Historia, Julio Pinto.
Pero una y otra vez, las iniciativas sociales del mandatario chocaron con la negativa del Congreso. El juego de las mociones de censura, rotativas ministeriales y negociaciones entre encopetados parlamentarios, dificultó las cosas. La insatisfacción era tal que en septiembre de 1924 los militares intervinieron en el episodio conocido como el “Ruido de sables”, descontentos por la situación del país. ¿Resultado? Alessandri renunció, aunque al final, el Congreso solo lo autorizó a salir de Chile por seis meses.
En enero de 1925, un nuevo golpe de la oficialidad joven -liderado por el coronel Carlos Ibáñez del Campo- llamó de vuelta a Chile al mandatario, para que por fin pudiera llevar a cabo las medidas que con tanta urgencia se necesitaban. “Probé que el país no podía continuar viviendo en el desorden anárquico del parlamentarismo desbordado si quería salvarse del total desplome. Interpretaba un sentimiento unánime del país y, por eso, fue lógico que los militares que conferenciaron conmigo el 5 de septiembre hicieron figurar entre sus aspiraciones las reformas que yo venía pidiendo y exigiendo con permanente tenacidad”, recordó años más tarde en sus memorias el “León”.
Alessandri tenía muy claro que una nueva Constitución sería su prioridad al volver a Chile. De hecho, desde Roma mandó un telegrama en el que mostró su intención de convocar a una Asamblea Constituyente para que redactara una nueva carta magna. Esta se generó espontáneamente en marzo de 1925. Durante 4 días en el Teatro Municipal de Santiago un grupo de 1.250 estudiantes, obreros, intelectuales y feministas debatieron ideas para una carta fundamental. Fue la llamada “Constituyente chica”. Pero finalmente, el proyecto no prosperó y la iniciativa quedó en el olvido.
Redactando una nueva Constitución
A su regreso al país, en marzo de 1925, Alessandri desechó la idea de la Asamblea Constituyente. ¿Por qué? En sus memorias lo explicó: “Por la falta de material de tiempo para verificar las inscripciones del electorado, para instalar enseguida la Constituyente y para que dispusiera del tiempo necesario para terminar su misión y alcanzar a fijar las reglas de elección del Congreso y del Presidente que debía reemplazarme”. En su lugar, decidió que la nueva carta magna fuese redactada por una Comisión.
En rigor, la idea original era de que se trabajara al mismo tiempo en dos comisiones: una encargada de elaborar un anteproyecto constitucional (“comisión chica”) y otra que debía discutir el mecanismo para aprobar el texto (“comisión grande”). En la práctica solo funcionó la primera, la “chica”, liderada por él. La segunda solo se reunió en tres ocasiones, sin mayores resultados. “No falté a ninguna de sus 33 sesiones, celebradas desde el 18 de abril hasta el 3 de agosto de 1925 -anotó el mismo Alessandri en sus memorias-. Presidí también las 3 sesiones de la gran Comisión Consultiva que tuvieron lugar el 7 de abril, el 16 del mismo mes y el 22 y 23 de julio”. Como dato aparte, en la “comisión chica” participaron nombres relevantes de la política de ese tiempo: Luis Barros Borgoño, Domingo Amunátegui Solar, Eliodoro Yáñez (dueño del influyente diario La Nación), Guillermo Edwards Matte y solo un miembro de la “Constituyente chica”, el comunista Manuel Hidalgo.
La nueva Constitución reemplazaría a la vigente desde 1833, y de alguna forma, dio cuenta de las ideas del propio Alessandri. Así lo comenta a Culto el historiador Alejandro San Francisco, académico de la Universidad de Tarapacá: “Refleja muy bien el pensamiento de Alessandri, especialmente en la evolución que él experimentó durante su gobierno, lo que sufrió con la crisis de 1924 y 1925, y la voluntad de establecer un régimen de gobierno que pusiera fin a un parlamentarismo que él consideraba anarquizante. Basta leer las páginas de los mensajes presidenciales entre 1921 y 1924; los discursos relativos a la crisis de 1925; las Actas de la Comisión de Estudios de la Constitución y, sobre todo, los Recuerdos de Gobierno de Arturo Alessandri”.
El historiador Joaquín Fernández Abara agrega: “Durante su presidencia, y debido a sus constantes pugnas con el Congreso, se transformó en un defensor del presidencialismo. Del mismo modo, su sensibilidad a los problemas sociales, expresada ya desde joven -basta pensar en su tesis sobre Habitaciones Obreras-, se vio reforzada por la emergencia del liberalismo social y el pensamiento social hegemónico en la postguerra, el que tuvo su expresión en las disposiciones de la Paz de París y la OIT, pasando a ser uno de los lideres del sector reformista del Partido Liberal. De este modo desarrolló un discurso proclive a la búsqueda de la conciliación de clases mediante el reformismo social con el fin de conjurar los problemas derivados de la cuestión social”.
Julio Pinto añade: “Lo central tiene que ver, por una parte, con el reconocimiento constitucional de ciertos derechos sociales, y el papel del Estado en garantizarlos; y por otra, con el incremento de las atribuciones del Ejecutivo en relación al Congreso. Sobre lo primero, es particularmente importante el Capítulo III, sobre Garantías Constitucionales, y sobre todo el número 10 del artículo 10, que subordina el derecho de propiedad ‘a las limitaciones o reglas que exijan el mantenimiento y el progreso del orden social’, lo que permite que dicho derecho sea limitado ‘en favor de los intereses generales del Estado, de la salud de los ciudadanos y de la salubridad pública’”.
Medidas como la elección presidencial de modo directo y el fin de las atribuciones del Congreso para derribar gabinetes, la iniciativa legislativa exclusiva del Presidente, la clausura de los debates parlamentarios y un mecanismo que permitía la aprobación de la Ley de Presupuestos si acaso el Legislativo no lo hacía, le dieron más poder a la figura del primer Mandatario. De esta forma, se desterraba el Parlamentarismo. Además, se estableció que sería elegido Presidente de la República quien tuviera la mayoría absoluta de los votos. De no ocurrir esto, dirimiría el Congreso Pleno. Incluso, la comisión discutió la posibilidad de otorgar el voto femenino, pero finalmente no llegó a consenso.
Sin embargo, la historiadora Valentina Verbal, Doctora en Historia Atlántica por Florida International University y Profesora de Historia del derecho de la Universidad Andrés Bello, señala que en los años posteriores, los partidos se las arreglaron para seguir influyendo. “A pesar de que se terminó con los votos de censura en el Congreso, los partidos ejercieron otras presiones en contra del Presidente. Por ejemplo, a través del llamado ‘pase de partido’, las directivas de los partidos autorizaban a sus militantes a acceder a los cargos de ministro. O a través de las ‘leyes misceláneas’ los parlamentarios introducían artículos sobre temas que se apartaban de la idea matriz del proyecto de ley, incluyendo muchas veces la erogación de gasto público, lo que luego trató de mitigarse, aunque no se logró del todo, a través de diversas reformas a la Constitución impulsadas por Juan Antonio Ríos y, más tarde, Eduardo Frei Montalva”.
Asimismo, la Carta Magna consagraba un nuevo diseño institucional que pudiera responder a los problemas sociales. Lo explica San Francisco: “Hubo una clara novedad en incorporar algunas de esas fórmulas que emergían en Europa y en otros lugares. En este plano, se puede apreciar la limitación al derecho de propiedad (‘está sometido a las limitaciones o reglas que exijan el mantenimiento y el progreso del orden social’). En la misma línea, la Constitución consagró ’La protección al trabajo, a la industria, y a las obras de previsión social’”.
Joaquín Fernández agrega: “La constitución de 1925 fue un marco normativo que al ocuparse de derechos sociales y de la protección a la industria creó condiciones más favorables para el desarrollo de un Estado Social de Derecho y de una mayor intervención estatal en la economía. Esto a diferencia de textos propios de un constitucionalismo clásico que prescindían de estos ámbitos”. Básicamente, como señala Valentina Verbal, se trataba de un Estado con facultades empresariales. “Implicó la fundación de diferentes empresas estatales, como ENDESA, CAP, entre otras, e instituciones como la CORFO, todas las cuales partían de la base que la producción industrial debía ser directamente impulsada por el Estado. Dicho de otra forma, no existía en esa época, salvo a nivel teórico, el principio de subsidiariedad en materia económica y empresarial”.
Para Julio Pinto, estas disposiciones fueron fundamentales para los gobiernos posteriores. “La obligación estatal de proteger el trabajo y la industria daba pie para una mayor ingerencia en la actividad económica, llegando incluso a permitir la limitación del derecho de propiedad cuando lo hicieran necesario ‘los intereses generales del Estado’. Fue esta disposición la que hizo posible una transformación tan fundamental como la Reforma Agraria, implementada bajo los gobiernos de Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende. Asimismo, es muy importante destacar que la Constitución del 25 permitió que el desarrollo nacional tuviera un carácter redistributivo, rasgo que se mantuvo hasta 1973”.
La nueva Constitución se sometió a un plebiscito -convocado para el domingo 30 de agosto- para su aprobación. Se estableció un sistema de tres papeletas, y cada elector elegía una: roja (apoyo a la nueva carta magna), azul (respaldo pero manteniendo el sistema parlamentario), y blanco (rechazo). Esa mañana un enorme inserto en El Diario Ilustrado rezaba: “A los conservadores: según acuerdo del Directorio General del Partido, los conservadores DEBEN ABSTENERSE DE VOTAR en el acto plebiscitario de hoy”. Además, el matutino agregaba que la misma decisión habían adoptado los partidos radical, liberal-nacional y liberal democrático unionista. Era una muestra de la clásica dinámica de la Historia: la continuidad versus el cambio.
La consulta se realizó sin problemas ni incidentes y dio por ganadora a la papeleta roja con un 94.84% de los votos. Según consignó El Mercurio, el Presidente votó pasadas las 11.30 de la mañana en Santiago centro. “El público que presenció este acto hizo objeto al señor Alessandri de una cariñosa manifestación”. Se promulgaría en una ceremonia en La Moneda, el 18 de septiembre de 1925.
La Iglesia entra a la cancha
En la tarde del viernes 28 de agosto de 1925, un periodista de El Mercurio llegó a la residencia del arzobispo de Santiago, monseñor Crescente Errázuriz, entonces de 86 años. La idea era que el prelado se refiriera al inminente plebiscito. Pero se negó. “Soy el pastor de las almas”, argumentó. Aunque sí dio su parecer en uno de los puntos clave de la nueva carta magna, la separación de la Iglesia del Estado. “Sometido el caso a Roma, de allá se ha dicho que puede tolerarse esta separación como un menor mal, tal como se presentan las cosas”. Incluso, dijo que los católicos podían votar “fuera de todo escrúpulo” por la cédula roja. El jefe de la Iglesia local daba su beneplácito.
Lo cierto es que al día siguiente de promulgada la Constitución, un inserto se leyó en los diarios nacionales. La Pastoral colectiva de los obispos de Chile, sobre la separación de la Iglesia y el Estado. Entre sus líneas decía: “El Estado se separa de la Iglesia, pero la Iglesia no se separará del Estado y permanecerá pronta a su servicio”.
¿Qué significaba esto? Lo explica el historiador Marcial Sánchez, especialista en historia de la Iglesia. “Tras más de un siglo de matrimonio entre altar y Estado —sellado desde los tiempos coloniales y reforzado por la Constitución de 1833—, la nueva carta magna suprimió el estatus oficial de la Iglesia Católica como religión del Estado. Hasta entonces, el catolicismo había sido la única religión legalmente reconocida y financiada con fondos públicos. Pero lo curioso, y aquí viene la antítesis, es que la separación no significó un distanciamiento real, sino más bien una redefinición de roles. La Iglesia perdió su lugar oficial, sí, pero conservó gran parte de su influencia cultural, social y educativa”.
Sánchez detalla cómo asimiló el golpe la Iglesia: “El impacto fue doble: pérdida de privilegios legales (como el financiamiento estatal directo, el monopolio en la educación religiosa y el control sobre registros civiles y cementerios), pero también ganancia en autonomía. Al no estar sujeta al Estado, la Iglesia pudo reorganizarse con mayor libertad, articular su influencia desde la sociedad civil y mantener sus redes sin necesidad de respaldo gubernamental. Muchos esperaban que la Constitución de 1925 abriera paso a un Estado laico al estilo francés, con una estricta neutralidad religiosa. Pero en la práctica, Chile adoptó un laicismo ‘moderado’, o si se prefiere, ‘a la chilena’: sin religión oficial, pero con un catolicismo aún omnipresente”.
En la ceremonia de promulgación de la nueva Constitución, en el Salón de Honor de La Moneda, el Presidente Arturo Alessandri dio un discurso y firmó el original de la carta magna. A continuación, lo entregó a su secretario personal, su hijo Fernando. ¿Qué hizo este? Según consta El Mercurio, “el secretario, en nuestra presencia colocó este importante ejemplar en la Caja de fierro de la Secretaría de la Presidencia de la República. Ahí estaba también, la Constitución del año 33”. Hoy, ese volumen firmado por el “León” se encuentra en el Archivo Nacional, junto con los de 1833 y 1980.
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