
Escritores que no me quieren: un cuento de Jaime Bayly
No he podido ser amiga de ningún escritor. He tratado, pero he fracasado. Los escritores, mis colegas, no ven mérito alguno en mi obra. Dicen que soy una escritora frívola, esnob, narcisista, siempre mirándose el ombligo.

No he podido ser amiga de ningún escritor. He tratado, pero he fracasado. Los escritores, mis colegas, no ven mérito alguno en mi obra. Dicen que soy una escritora frívola, esnob, narcisista, siempre mirándose el ombligo. Dicen que estoy obsesionada con vender libros y no con escribir buenos libros. Dicen que mis libros se venden tanto porque soy una escritora chismosa, cabeza hueca. No encuentro argumentos para defenderme. Debe de ser que tienen razón. Debe de ser que ellos escriben mejor que yo. Cuando leo sus libros, me llevo esa inequívoca impresión.
Hace muchos años, cuando aún vivía en la ciudad del polvo y la niebla, yo era amiga de un escritor alto, noble y triste como un árbol en otoño, un escritor llamado Alfonso Caballero. Nos veíamos para jugar al tenis en el club japonés. Alfonso hacía honor a su apellido: era todo un señor y me miraba las piernas caballerosamente, sin lujuria aparente. No me resultaba difícil ganarle porque yo estaba atenta a la pelota amarilla, mientras Alfonso prefería mirarme las mamas sin sujetador, sobre todo cuando yo subía a la red como una loca para pegar una volea, dando un grito enajenado. Como él estaba distraído, tiraba muchas pelotas afuera. Sin embargo, era un buen perdedor. Mi impresión es que yo le gustaba. Nos habíamos conocido en su taller literario, donde él me enseñó a escribir, aunque ahora lo niegue. Estaba casado, pero su esposa no jugaba al tenis, y yo no era tan mala jugándolo, y por eso Alfonso terminaba perdiendo, bañado en sudor, la lengua afuera. Después nos poníamos traje de baño y nos metíamos en la piscina. Yo le decía que mi sueño era ser una escritora de prestigio, como él. Hidalgamente, me animaba a escribir. Pero no me engañaba: Alfonso se aburría leyendo mis cuentos en su taller. No se aburría, o eso me parecía, mirándome las posaderas en la piscina. Tiempo después, publiqué mi primera novela, recreando las desventuras de mi vida erótica, y él escribió una reseña elogiosa. Una mañana nos encontramos para tomar desayuno en un hotel donde yo me había refugiado porque el edificio en que vivía estaba en obras. Alfonso comió con un apetito extraordinario, devorando lo que hubiera tragado un batallón. Lo impresionante era que eructaba y despedía flatulencias con naturalidad, mientras seguía atacando el bufé con la alegría de saber que no pagaría la cuenta. Luego, en el ascensor, quiso besarme. Mejor no, le dije. Por qué, preguntó él. Porque tengo que correr al baño, le dije, y es que yo también había comido bastante. Me miró fijamente, sin su habitual apatía. Yo también debo ir al baño, confesó. Mejor si no vamos juntos, sonreí, coqueta. Mejor si yo voy a mi baño y tú vas al de la recepción, sugerí. Menudo disgusto se llevó porque no lo invité a pasar a mi suite para hacer popó juntos. Semanas después, le hizo una entrevista en El Dominical a un poeta de origen japonés, Julio Guata, y le preguntó quién era la persona más despreciable del mundo. Y el poeta, que escribía muy bonito, respondió que yo, Jimena Barclays, era la persona más despreciable del mundo. Esa fue la venganza de Caballero. Desde entonces, no he vuelto a verlo. Pero siempre compro sus libros y sigo pensando que escribe mejor que yo.
Tiempo después, supe que un escritor joven, apuesto y talentoso, Santo Lomas, que con apenas treinta años había ganado un importante premio literario, y que era descendiente de aristócratas españoles, y a quien yo ardía en deseos de conocer, pues me parecía un geniecillo coqueto, había dicho que yo era una escritora mediocre, y peor aún una escritora repetitiva, y más todavía una escritora aburridora y cansona que había escrito cinco veces la misma novela, solo que cambiando los nombres de los personajes y, desde luego, también los títulos de aquellas ficciones. Desde la atalaya invicta de su precoz gloria literaria, Santo Lomas decía que mi obra artística era boba, tontorrona, perfectamente prescindible, y que bastaba con leer cualquiera de mis novelas autobiográficas para haberlas leído ya todas. Caí en una profunda depresión. Seguramente Santo Lomas tenía razón. Yo había leído dos novelas suyas y no se repetía en absoluto. Sin duda, escribía mejor que yo, y por eso él ganaba premios y yo no. Una vez que me recuperé del abatimiento y la melancolía, fui a verlo en una feria del libro e hice cola hora y media para que me firmase su novela premiada y, al estar frente a él, le dije Santo, soy Jimena Barclays, la escritora que ha escrito cinco veces la misma novela. Santo Lomas se puso colorado, se levantó, me abrazó y me dijo que él no había dicho eso, que algún periodista lo había malinterpretado o sacado de contexto, que mis libros le gustaban. No me dijo la verdad, claro. Pero fue amable conmigo. Por eso, días más tarde, lo invité a mi programa de televisión para hacerle una entrevista. En principio, aceptó. Sin embargo, faltando unas horas para nuestro encuentro, su asistente de prensa me llamó y dijo que Santo no vendría al programa porque estaba atacado de jet-lag. Quedé muy afligida. Yo quería ser su amiga, y hasta su amante, pero él, que era de izquierdas, no quiso mostrarse en público conmigo, tal vez porque siempre he sido una mujer de derechas.
Tampoco he tenido suerte con René Sánchez, poeta y narrador, fanático del fútbol, columnista de prensa, autor de novelas muy vendidas y elogiadas por la crítica. Su padre y el mío fueron amigos porque les gustaba disparar armas de fuego en el club de tiro y porque ambos eran homofóbicos. Si bien yo soy bastante más alta que René, él es un pícaro y siempre encuentra la manera de empinarse para darme un beso mitad en la mejilla, mitad en los labios, un beso calculadamente ambiguo que me deja inquieta, deseosa de un beso más. No es que René Sánchez sea guapo, objetivamente no lo es, y él lo sabe, pero escribe tan bonito que, cuando leo su prosa poética y su poesía en prosa o porosa, tengo ganas de conocerlo más íntimamente, si me dejo entender. Ha venido a mi apartamento en la ciudad del polvo y la niebla, y ha bebido botellas de vino, y, a pesar de que en esos tiempos se encontraba separado de su esposa y yo estaba dispuesta a complacerlo, no ha querido romper nuestra amistad y se ha puesto a llorar como un niño porque amaba a su esposa pero no quería vivir con ella y porque su club de fútbol no ganaba un campeonato hacía años, y cuando he querido consolarlo, abrazándolo, haciéndole un masaje en la espalda, se ha quedado dormido en el sillón de mi apartamento, sin zapatos y en calzoncillos. Yo pensé que éramos buenos amigos, y hasta malicié que yo le gustaba y por eso me daba esos besos inciertos, prometedores, pero no imaginé que René Sánchez, a quien he sabido secarle las lágrimas como si fuera su pañuelo más íntimo, y a quien he sacado los zapatos y los pantalones cuando ya roncaba, me atacaría por periódico, escribiendo en una de sus celebradas columnas que mis lectores eran tan tontos que pensaban que yo, Jimena Barclays, merecía ganar el Nobel de Literatura. Tras leer esa emboscada, volví a caer en una profunda depresión. Silvio, mi esposo, me consoló diciendo: René Sánchez te envidia porque él es retaco y tú no, y porque él no tiene plata y tú vives mantenida por tu mamá. Quizás no miente Silvio, mi marido: soy más alta que René y, todo hay que decirlo, me doy la gran vida, no gracias a las regalías de mis libros, sino a la generosidad de mi madre, que nos paga los viajes y las tarjetas de crédito.
Hubiera querido salvar mi amistad con Alfonso Caballero, Santo Lomas y René Sánchez, pero ellos han querido preservar su bien ganado prestigio diciendo cosas feas de mí. Soy una dama, mi madre me educó así, y no responderé esas mezquindades. Sin embargo, la otra noche ocurrió algo insólito: nuestro perro Leo, mientras dormíamos, se vio urgido a defecar, y excretó varios mojones sobre unos libros que yo había apilado en la alfombra de mi estudio. Como si obrase en venganza por mi honor pisoteado, el perro se cagó en un libro de Caballero, otro de Lomas y uno de Sánchez, libros que yo, despechada, había sacado de los estantes de mi biblioteca y dejado en un rincón. Mi esposo Silvio y yo nos hemos reído al descubrir que nuestro perro, tan leal, castigó a esos escritores con su crítica escatológica.
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