Columna de Ascanio Cavallo: Lo que no te mata te incendia
Es claro que una buena parte de la violencia carece de programa, o que este se infatúa en un saqueo o una refriega con lacrimógenas. Los que han estado en las calles responden a una imbricación tan densa de circunstancias, que entre el discurso y el estallido hay demasiadas cosas que no encajan.

No hay nada más difícil que pedirle hoy a la élite que tenga cuidado con las interpretaciones sobre lo que ha ocurrido desde el 18-O. Que no se apresure. Que tome un poco de distancia respecto de las verdades que se ofrecen como evidentes. Y es también comprensible que así sea: ansiedad y explicaciones ante lo inesperado son casi la misma cosa.
Plantado en medio del desconcierto, el gobierno decidió que una respuesta serían medidas sociales paliativas para la situación de grupos angustiados. Y cuando se vio cerca del quiebre del estado de derecho, la clase política decidió que otra respuesta sería una nueva Constitución. Le ha ofrecido al país un maratón de 17 torneos electorales en 27 meses. La democracia, sugieren, se fortalece con más democracia.
Pero la violencia no se ha detenido. Ha disminuido en volúmenes, porque la pérdida de masividad les quita amparo e impunidad a sus promotores. Ya está claro que sus objetivos son otros, otros sus orígenes y otras sus dinámicas.
Si la historia todavía sirve de algo, conviene recordar lo que ocurrió con el Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia, firmado por la mayoría de los partidos políticos en agosto de 1985. En esa ocasión, solo se restaron los polos del espectro: por la derecha, la UDI y el pinochetismo; por la izquierda, el PC, el MIR y parte del PS. El polo de la izquierda estaba entonces entusiasmado con una estrategia insurreccional que lograra derribar a Pinochet, y al año siguiente intentó conseguirlo con el intento de asesinarlo…, cuyo resultado fue derribar la propia estrategia de insurrección y poner a la mayoría detrás del camino político.
Por casi 40 años, la izquierda ha vivido con la idea de que las protestas populares contribuyeron al fin de la dictadura. Esto puede ser benevolente con las víctimas y con los recuerdos juveniles, pero no hay evidencia concluyente. La única evidencia es que Pinochet siguió sin cambio alguno el itinerario que se había fijado en 1980.
No hay semejanza de ningún tipo entre la dictadura de entonces y la democracia de ahora. Pero sí son curiosas dos cosas que ocurren en el nuevo polo de la izquierda (la Mesa de Unidad Social, con el PC, algo del ex MIR y el anarquismo): una es el entusiasmo con las protestas, sin importar su grado de violencia; la otra es el entusiasmo con derribar a Piñera. Para este sector, tanto las medidas sociales como el acuerdo constitucional se reducen a arreglines cocinados por los partidos, que son –como repite el historiador Gabriel Salazar- los nuevos "enemigos del pueblo". (Curioso. En la obra de Ibsen Un enemigo del pueblo, la expresión tiene una connotación irónica, porque quien es declarado "enemigo" es justamente quien defiende al pueblo). Hay entre ellos quienes sueñan con ver arder el Parlamento, el Costanera Center y de nuevo el Metro. La cantidad de representaciones que todo esto les suscita es pantagruélica.
Volvamos al problema inicial, el de las interpretaciones. La primera ronda la ha ganado la oposición a Piñera, por encima de su fragmentación: se ha impuesto el criterio de que el desborde tiene su origen en la desigualdad. Es una interpretación estructuralista, o economicista, que solo por no dejar acepta algunas pinceladas culturales. La insuficiencia del crecimiento económico, o la disparidad en sus beneficios (y ambas cosas), serían los gatillantes de una ira que solo estaba contenida por… ¿por qué? El polo ultra, que radicaliza esta interpretación, satura las redes digitales con raperos y declamadores que releen la crisis a la luz de la venganza colectiva. Los ayudan publicistas hiperconscientes de sus medios.
Pero es claro que una buena parte de la violencia carece de programa, o que este se infatúa en un saqueo o una refriega con lacrimógenas. Los que han estado en las calles responden a una imbricación tan densa de circunstancias, que entre el discurso y el estallido hay demasiadas cosas que no encajan. Esta semana, The Economist pone a Chile en el saco de otros 14 países con exabruptos semejantes. Pronto pasará a caso de estudio.
También es visible que existe un abismo entre el jolgorio del fuego y los que aprecian que se ha creado en Chile un clima de buena onda y diálogo y contención. En las "cámaras de eco" que son las redes, los entusiastas se escuchan a sí mismos. Pueden ser dos formas de una misma alienación, pero no causan los mismos efectos.
Falta todavía que se exprese la otra interpretación, el backlash de quienes dieron la mayoría electoral a Piñera (y no a sus partidos). Ese sector fue tomado por sorpresa y ha estado bajo el asedio del descontrol. El gobierno ha tratado de compartir la responsabilidad con la ex Concertación, ayudado generosamente por el eslogan "no son 30 pesos, son 30 años". Pero ya es un gobierno sin oficialismo. Los partidos que lo llevaron al poder flotan por la libre, como flotan, entre otros, los alcaldes, que parecen ajenos a la destrucción de sus comunas, como si siempre ignorasen quiénes son los vecinos que la encabezan.
Al fin, como siempre, el orden, la previsibilidad, la necesidad de trabajar, la certidumbre de no ser agredido, el funcionamiento de los semáforos, todo eso que se suele llamar "paz social", empezará a abrir una enorme oportunidad a las interpretaciones de las derechas. Y aún es un misterio si las liderará el racionalismo moderado o la exaltación populista, el diálogo o el desquite. El denodado esfuerzo por deslegitimar a las instituciones está creando la simiente para un tipo de caudillo nuevo, con ideas oscuramente viejas.
Así como puede haber ganado la interpretación de entrada, la oposición corre el riesgo de perder la interpretación de salida. Y por encima de esa competencia, el país puede acercarse, a punta de incendios, a otro abismo que tampoco estaba en sus predicciones.
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