La memoria perdida de los cines XXX

09/05/2022 RECORRIDO CINE MAYO - NILO Mario Téllez / La Tercera

Dos salas emblemáticas del centro de Santiago están a la venta. Por el Nilo y el Mayo pasaron los grandes estrenos de Hollywood y, también, varias películas para adultos. Ese pasado, que a muchos les genera indiferencia, es lo que un exfuncionario intenta rescatar.


Los grandes letreros de los cines Nilo y Mayo, que hasta hace no tanto prometían “programas para adultos, muy especiales”, ya no coronan la fachada de la galería Plaza de Armas del centro de Santiago.

Ambos recintos, ubicados en el subterráneo del edificio, dejaron de funcionar el 31 de mayo de 2019, luego de que la Corporación de Desarrollo de Santiago (Cordesan), bajo la gestión del exalcalde Felipe Alessandri, arrendara el lugar mientras se buscaba otro uso. La meta era eliminar la prostitución y el microtráfico que se realizaba dentro de sus instalaciones, según el edil.

“La idea era que se desarrollaran actividades al interior -dice el concejal Juan Mena (ind. RN)- como ferias laborales o de emprendedores, y que el espacio generara ingresos bajo una lógica de subarriendo, para no ser un costo para el municipio”.

“El espacio era grande y daba para alternativas”, sigue Mena, “Pero quedó solo en ideas. Nada pudo llegar a puerto, porque aparecieron el estallido social y la pandemia”.

Al no fructificar la iniciativa, los cines fueron devueltos a sus dueños. No volvieron a abrir a partir de esa fecha. Hoy, el único rastro de ellos son sus accesos cerrados con candado. Ambas salas están a la venta. MQ, la empresa de servicios inmobiliarios a cargo del corretaje, informa que el arriendo está en UF 220 (unos $ 7.128.000) y la venta en 45.000 UF ($ 1.458 millones). Prometen, a cambio, doble escalera de acceso peatonal, un amplio hall y 1.699 metros cuadrados.

La entrada a este mundo subterráneo está restringida. Sólo se permite bajar a quienes lo solicitan y consiguen el permiso con antelación.

Fue precisamente durante una de esas visitas puntuales que la petición de una persona llamó la atención de la administración: era un académico y antiguo trabajador, de 58 años, con un deseo extraño: quería ver los proyectores.

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Quejidos en Dolby

“El hobby de mi vida lo transformé en mi pega”, cuenta Byron Cabezas. Está en medio de una de sus jornadas de trabajo como coordinador técnico y programador de la Sala de Cine de la Universidad Católica.

El cine siempre lo fascinó. A los siete años su papá le enseñó a manejar proyectores. Luego, empezó a visitar seguido el circuito de cines del centro de Santiago, que estaba en pleno apogeo. Entre esos, los Nilo y Mayo.

“En esa época, para ir al cine la gente se ponía sus pilchas, porque después salía y paseaba por el centro. Era todo un ritual”, cuenta.

Estas salas se inauguraron el 6 de mayo de 1958. Era un período de bonanza económica y de cambios culturales para Santiago, como retrata el urbanista Roberto Moris:

“Hasta la década del 70, los teatros eran muy importantes”.

Los cines también fueron diseñados para transmitir esa elegancia. Sin ir más lejos, las salas tuvieron como arquitectos a Emilio Duhart, quien diseñó el Aeropuerto de Santiago, y a Sergio Larraín, la mente detrás del edificio Oberpaur, en la esquina de Huérfanos y Estado, y tantas otras obras. Este último, dada su amistad con el artista Nemesio Antúnez, fue el enlace que dio pie a que su mural “Terremoto” fuera pintado en el hall del Nilo en 1958.

“El mural está puesto en un espacio que tiene una prestancia, una elegancia, que fue hecho en conjunto con el espacio. Se hizo arquitectónicamente con un recorrido y un punto de vista: tú llegas arriba antes de bajar la escalera, te encuentras el mural y a medida que vas bajando, te vas adentrando en el mural, te vas haciendo chiquitito frente a él”, describe Guillermina Antúnez, hija del artista.

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No obstante, a pesar de que la familia Sarquís es la que construyó el edificio, su dueño actual, Sergio Sarquís, hijo de los fundadores de las salas, constata que “nunca explotaron” los cines.

De hecho, remarca, desde aproximadamente 1963, hasta el cierre, ambas salas “las arrendó la familia Gana”. Ese clan es propietario de la empresa Socine Limitada: la misma que también administró durante años las salas Capri, que sigue siendo un cine para adultos, Santa Lucía, Plaza, entre otras.

Fue en esta compañía donde Byron Cabezas, luego de algunas dificultades económicas para pagar sus estudios de Comunicación Audiovisual, comenzó a trabajar como proyectista. Estaba encargado de cambiar las bobinas, o rollos, unas seis veces por película: cada 20 minutos, cuando se agotaban, sin que el público se diera cuenta.

De ahí en más, no paró. Se mantuvo años en esa labor. Y recuerda que a menudo tuvo que ir a hacer reemplazos a los Nilo y Mayo, durante los 80, cuando aún daban estrenos de Hollywood.

En esas piezas oscuras donde hacía relevos de vez en cuando, Cabezas aprendió a querer los proyectores Llopis del Nilo y Mayo: unos aparatos fabricados en Chile a principios de los años 50 que, como recuerda, eran “muy fáciles de cargar” y funcionaban con “películas en mal estado, sin importar si tenían perforaciones, pegaduras o rayas”.

Sin embargo, afuera de las salas ya no había tanto glamour. El negocio se mantenía a flote con dificultades y, al menos desde los 70, que cada vez llegaba menos gente a las funciones del centro.

Lo que terminó por sepultar definitivamente al ecosistema de cines que había en la capital, destaca la académica de cine de la U. de Chile, Claudia Bossay, fueron las condiciones que se dieron durante los años de Pinochet.

“La dictadura promocionó mucho la televisión y empezó a ser muy importante para la familia en los 80. Estaban prendidas todo el día en la casa. Por ende, ya no se podían llenar las grandes salas de cine, que tenían entre 1.300 y 2.600 butacas”.

Este ajuste de cinturón también se reflejó en cambios de los hábitos de los asistentes: los administradores se dieron cuenta de que las comedias eróticas italianas de los 70 calzaban justo con lo que iba buscando el público. “A lo más se mostraban pechos, o una escena en la ducha. No se veía nada”, rememora Cabezas.

Este descubrimiento fue un precursor de lo que vendría a futuro. Por un lado, el público del centro empezó a demandar más erotismo. Y, por el otro, llegó el VHS, un formato en el que muchas veces aparecían antes los estrenos. El resultado fue que las familias se fueron alejando del cine presencial.

Con la introducción de los casetes empezó a exhibirse en el país pornografía “soft”. Es decir, sin sexo explícito. Esto arregló una vieja traba: si había porno en VHS, se podía proyectar. No como antes, cuando las cintas para adultos eran escasas.

La llegada de los 90 sólo acentuó la baja del público y más salas comerciales cerraron. Con esto, únicamente faltaba que desapareciera la última restricción para el despegue final del cine para adultos.

“En Chile el porno estaba prohibido sistemáticamente antes del 2003, con el cambio de la ley de censura. Antes no había manera de que se autorizara una porno, aunque haya sido para mayores de 21 años -constata el académico U. Chile Jorge Iturriaga-. Las películas de ese tipo circulaban por VHS de mano en mano, o se pirateaban. También hubo exhibiciones, pero eran clandestinas”.

“Es curioso cómo estas salas más pequeñas derivaron en cine porno. Fue un salvavidas. Ya la gente no iba para ver la película”, explica el crítico de cine Ascanio Cavallo.

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Esto selló los siguientes 15 años de los Nilo y Mayo. La escasa inversión en proyección y sonido de los cines del centro hizo irremontable la batalla contra las multisalas de los malls. La proyección digital de DVD ultimó el oficio de Cabezas. “Mi trabajo ya lo hacía cualquiera. Hasta el boletero apretaba play”, lamenta.

Desde entonces, los cines Nilo y Mayo, como otras salas, adoptaron su formato derechamente triple equis. Las historias que sucedieron en ese subterráneo sólo las cuentan quienes las escucharon o presenciaron fuera de las butacas.

Alberto Fuguet describió en una crónica el año 2019 el ambiente de las salas hacia el final de su existencia: “Esa era la primera regla del Nilo y el Mayo: no prender la luz. Nunca. La segunda regla de este Fight Club local era no hacerse el cartucho. Nada de decir: vine a ver la película. Estos cines eran clósets abiertos, baños de vapor sin agua, inmensos cuartos oscuros donde los quejidos eran en Dolby. Y eran transversales: obreros, lumpen, oficinistas, liceanos, profesores, profesionales”.

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Ascanio Cavallo también fue testigo de esa nueva cara.

“Era una sensación de que se te podía acercar alguien indeseable. A mí nunca me pasó, pero estaba el riesgo. La gente se cambiaba de asiento durante la película. Creo que nunca me debí haber acercado a las últimas filas. Uno presumía que, probablemente, estaban teniendo relaciones sexuales atrás. Uno no se acercaba a esa fila”.

Para esas alturas, Cabezas ya había cambiado de empleo. Se fue justo antes de la entrada de las triple equis. Con él, dejó atrás los proyectores Llopis que aprendió a admirar. En 1998 se fue a la Universidad Católica, que aún tiene a su cargo. Ahí es el responsable de seleccionar los títulos y de montar las funciones diarias. Todos esos años en la oscuridad lo llevaron a empezar su propia colección de recuerdos. Cabezas recogió películas y máquinas de cada uno de los lugares donde trabajó, como suvenires de otra época.

Sólo que esa colección estaba incompleta, porque le faltaban aparatos del Nilo y el Mayo.

Pasaba que después que dejó de proyectar en esas salas, nunca más volvió a ellas.

Bajo llave

Hoy el comercio en la Galería Plaza de Armas, la entrada a estos cines, es eminentemente orfebre. En su interior abundan las joyerías de plata importada, aunque los locatarios más antiguos constatan que, en un principio, el fuerte era el comercio del oro. Otro cambio importante, aseguran, es que las antiguas joyerías nacionales han pasado a manos de extranjeros. En medio de ese cambio se dio la metamorfosis del Nilo y Mayo. Aunque ahora, más que críticas o nostalgia, lo que producen esos cines es indiferencia.

“No me interesaba que estuvieran, en absoluto”, comenta Fernando Herrera (84), joyero histórico, mientras atiende en su local familiar en el segundo piso.

Juan Inostroza es guardia de la galería desde mediados de los años 90, justo la época de transformación de los cines del centro. Y al recordar los tiempos en que funcionaban los Nilo y Mayo, remarca que lo que molestaba de los cines es que “empezaron a atraer delincuencia”.

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“Nos tocó sacar gente a veces, llegaban carabineros. Al principio venían parejas, pero después empezó a cambiar el público. Una vez bajamos a hacer una ronda en la tarde en el Nilo y encontramos un hombre desnudo. No tenía ni zapatos. Según él, le habían dado una droga. Se veían muchas cosas. Vi sexo ahí dentro, entre hombres, y mujeres y hombres. Se veía de todo. Entraban unas cien o 150 personas a la vez”, evoca Inostroza.

“Yo soy educadora, y en la fila una vez me encontré con un apoderado -asegura la locataria Paola Pacheco-. En otra, me pillé a un vecino. Uno no creería que viene un doctor o un abogado, y te lo encontrabas”.

Nicolás Monckeberg (RN), exconcejal de Santiago entre 1996 y el 2000, apunta algunos de los problemas que acarrearon los cines: “Recibíamos denuncias de los locatarios del área de reiterados encuentros sexuales en los cines y los accesos. También había muchas denuncias de prostitución en los cines y las cercanías, que se combatían con una alta frecuencia de visitas de inspección a los cines y a la plaza”.

Hoy, los cines Nilo y Mayo son un museo bajo tierra. Se quedaron en el tiempo, pero no en el año en que cerraron, sino que en un constante momento indeterminado entre 1980 y 2000. Vestigios de sus días de criticada gloria son los números de teléfono en las paredes de los baños, además de las fichas de las películas en una de sus oscuras oficinas. Algunos de los títulos: Sucios Secretos, Íntima Obsesión, Sicópata Carnal.

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Ya en manos de sus dueños, los cines llevan meses a la venta. Y el futuro del lugar es un tema abierto. Se habló de poner un mall chino, un supermercado o instalar un jardín infantil.

“Vender un edificio así es muy difícil, porque el público es acotado. Muchos de estos cines son ocupados por entidades religiosas para hacer eventos. La otra opción es sencillamente echarlos abajo y hacer otra cosa” dice Teodosio Cayo, presidente de la asociación de tasadores de Chile. “La mayor complicación no son las butacas, sino que el desnivel con el que fueron construidos. Habría que alterar la estructura, y eso es un costo que tiene que asumir quien lo adquiera”, agrega.

“El escenario de pandemia, con las protestas de los días viernes, que han afectado el día a día, ha espantado a muchas empresas del centro. Vender un cine porno de esas características, en ese escenario, se hace más difícil. Hay un castigo fuerte al precio. Con ese mismo dinero en el que se venden se pueden comprar otros bienes que requieren menos intervención”, remata Cayo.

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Una de esas tardes después del cierre, Byron Cabezas quiso hacer una visita final a su exlugar de trabajo. Le pidió permiso a la administración y él, ahora convertido en un hombre de 58 años, entró al Nilo y volvió a respirar el fuerte olor a cigarrillo. “Sentí pena por el estado calamitoso en que estaba”, dice.

Cabezas había regresado para volver a ver su viejo proyector Llopis. Lo encontró donde mismo lo había dejado: en su posición, montado en la sala de proyección. Pero no pudo llevárselo: no andaba con la plata que pedían para comprarlo.

Después de tantos años, Byron Cabezas regresó a casa con las manos vacías. D

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