Niall Ferguson: “La historia es una seguidilla de desastres de todo tipo”

"Los demás escenarios de catástrofe son de acción mucho más rápida que el cambio climático", plantea el autor de Desastre. FOTO: Archivo

El autor y académico presenta Desastre, un libro acerca de catástrofes de distinta especie en todo el mundo, partiendo por el Covid-19, sobre cuya gestión dice: fue un “gran error” occidental copiar a China y no a Taiwán o a Corea del Sur.


Como pasa con otros intelectuales públicos, que no por nada cargan ese adjetivo, al historiador Niall Ferguson (Glasgow, 1964) se le puede conocer sin haber leído uno solo de los normalmente gruesos volúmenes que ha dedicado a variedad de temas: de la historia financiera del mundo (El triunfo del dinero, 2008) a las redes organizacionales y el poder (La plaza y la torre, 2018); del declive de las instituciones occidentales (La gran degeneración, 2012) al auge y decadencia del imperio americano (Coloso, 2005).

Más se conoce a este escocés por las producciones televisivas que ha llevado adelante, basadas en sus propios libros, así como por su participación en el debate público. Elegido por Time en 2004 entre las 100 personas más influyentes del mundo, fue en 2008 consejero de John McCain, candidato republicano a la presidencia de EE.UU., país en el que está radicado con su familia y del cual deja ver una bandera enmarcada en su casa de California (desde donde conversa vía Zoom).

En paralelo a una biografía de Henry Kissinger, cuya primera mitad publicó en 2015, esta figura sui generis del pensamiento conservador ha mirado en distintas direcciones para reinterpretar la historia, partiendo por el tiempo presente. Tanto así, que escribió en 2020 un libro acerca de los desastres que han asolado a la humanidad, y cuyo punto de partida, o de llegada, es la pandemia de Covid-19.

El libro, cuyo título original suena un poco más apocalíptico que en castellano (Doom) se llama Desastre. Historia y política de las catástrofes. Un volumen que trata “no sólo de las pandemias”, como en él se lee, “sino de todo tipo de catástrofes: geológicas (terremotos), geopolíticas (guerras), biológicas (pandemias) o tecnológicas (accidentes nucleares). Impactos de asteroides, erupciones volcánicas, fenómenos meteorológicos extremos, hambrunas, accidentes catastróficos, depresiones, revoluciones, guerras y genocidios”.

¿Cómo piensa históricamente en los desastres cuando está en medio de uno?

Cuando el libro se publicó en inglés, algunos dijeron que debí haber esperado hasta que la pandemia terminara. De haber sido así, todavía estaría esperando. ¿Cómo se sabe cuándo ha terminado una pandemia? En cualquier caso, deberíamos tratar de aprender de los errores que cometimos en 2020 en vez de esperar quién sabe cuántos años más.

Cuando se escribe la historia de algo que está en desarrollo se aplica la misma disciplina que al estudiar un acontecimiento de hace 300 años. La diferencia es que no sabes cómo va a terminar. Pero eso es, en realidad, una ventaja: parte del problema con la historia es que ya sabemos cómo acabaron las cosas. Sabemos que la Revolución rusa produjo la URSS y que en 1991 esta se desmoronó. Ahora se escribe al respecto sabiendo que todo se iba a desmoronar, pero los contemporáneos no lo sabían. De hecho, muy poca gente lo previó.

Igualmente, no sabemos si la pandemia está terminando o si vendrán otras variantes. Y eso es algo que cabe recordar: la mayor parte de la historia, cuando está sucediendo, reposa en la incertidumbre. La gente no sabe cómo acabará. Así que me parece mejor, en varios sentidos, escribir antes de que algo termine, porque captas esa incertidumbre esencial, el que haya un final abierto, que es la realidad de la historia.

¿Cómo se lleva con lo incierto?

Lo que uno trata de hacer, en parte, es identificar escenarios y asignar probabilidades al menos aproximadas. El libro se escribió en 2020, y los últimos retoques se hicieron en octubre de ese año, antes de que se publicaran los resultados de la fase 3 de la vacuna de Pfizer. Terminé el libro diciendo que había dos maneras de imaginar el futuro: una mala, en la que las vacunas no funcionan y el Covid es como el VIH, en cuyo caso la pandemia sigue su curso, y una mejor, con las vacunas funcionando, que acabaría pronto.

En enero de 2022 ya sabemos que las vacunas funcionaron, al menos algunas. Pero lo que yo no había previsto en 2020 era la resistencia a la vacunación, así como el tremendo desfase entre la vacunación en el mundo desarrollado y la del mundo menos desarrollado. Así que tenemos un resultado intermedio.

El Covid-19 no es un fenómeno inédito, pero congeló la economía mundial de un modo que no tiene paralelo…

Desde luego, no había precedentes de cierres de la vida económica y social como ocurrió en la primavera [boreal] de 2020. No se había hecho en ninguna pandemia, porque no habría sido posible: en 1957 o en 1918 no se podía decir a la gente “trabaje desde la casa”. Casi nadie trabajaba desde la casa. Internet nos dio una opción nueva frente a la pandemia, que terminamos llamando confinamientos (lockdowns), aun si “confinamiento” significó muchas cosas diferentes en distintos lugares.

Lo que más me sorprendió fue que tantas agencias de salud pública y tantos políticos occidentales pensaran que debían copiar a China y no consideraran realmente la posibilidad de copiar a Taiwán o Corea del Sur. Así que todos se embarcaron en restricciones draconianas de la vida económica y social que causaron una caída increíble de la actividad económica. Si se mira marzo, abril y mayo de 2020, es difícil encontrar algo así en el registro histórico. El estallido de la I Guerra Mundial es quizá lo más cercano que se puede encontrar a esa disminución de la actividad económica. Por supuesto, era insostenible: rápidamente, la mayoría de los países tuvieron que relajar las restricciones, o bien no aplicarlas. No ha vuelto a darse un confinamiento tan drástico como el de la primavera de 2020. Y muy pocos países, en la práctica, podrían igualar el control chino de su población. La mayoría de las sociedades democráticas no tienen los medios para controlar y vigilar a su población de la forma en que lo hacen los chinos.

Cuando nos embarcamos en los confinamientos de marzo de 2020, siguiendo el consejo de epidemiólogos como Neil Ferguson, del Imperial College, no se pensó lo suficiente en los costos. No hubo en ningún lugar un análisis serio de la relación costo-beneficio. Si lo hubiera habido, habríamos advertido que los costos de estos confinamientos podían igualar o incluso superar los beneficios. Está claro que tenía que haber restricciones, pero Taiwán y Corea del Sur demostraron que se puede controlar el Covid sin bloqueos, mediante pruebas, rastreo y aislamiento efectivo de los infectados. Es asombroso que pocos gobiernos occidentales se dieran cuenta de que ese era un modelo mejor que el chino. Fue un gran error político.

Parte del problema, creo, fue que nos vimos intimidados por la reacción china e ignoramos a los taiwaneses y, hasta cierto punto, a los surcoreanos. Son democracias y usan la tecnología.

Usted ha afirmado que es necesario pensar racionalmente en las catástrofes. ¿Es más difícil hoy?

Es bien paradójico que sepamos mucho más, científicamente, que hace 100 años y que, sin embargo, no seamos mucho mejores en la gestión de desastres. Y en cierto modo creo que nuestra gestión de Covid ha sido, para los estándares del siglo XX, un desastre.

Esto no es culpa de los científicos. Es más, lo que me impresionó en los dos últimos años fue el inmenso esfuerzo de investigación para comprender todos los aspectos de la pandemia. Se hizo mucha ciencia de calidad, también de la otra. Conseguimos entender muy rápido la genética del virus y cómo diseñar las vacunas, así que esto no es un fracaso de la ciencia. Pero si vemos en las burocracias de la sanidad pública, lo hicieron mucho, mucho peor. Y, por supuesto, si se mira a los líderes políticos, algunos de los cuales también lo hicieron muy mal. Ahí agregaría el papel de las grandes empresas tecnológicas y de internet.

Si los funcionarios de la salud pública pierden credibilidad, -como en Estados Unidos, con bastante rapidez por cosas como las mascarillas y las reglas de confinamiento-, la gente puede hoy recurrir a internet para obtener información alternativa de una manera en que no lo hacían en la década de 1950. Y, por desgracia, internet es un lugar que promueve el pensamiento mágico, dados los modelos de negocio de empresas como Google y Facebook.

Hay que sumar todo eso: las burocracias de la salud pública y sus estropicios, los políticos con una profunda incomprensión de lo que pasa, y luego internet, que provee mucho pensamiento mágico desconcertante que ha llevado a tomar pésimas decisiones. Estados Unidos ha perdido a unas 200.000 personas que podrían haberse vacunado, pero que decidieron no hacerlo porque alguien les dijo en Facebook que la vacuna era más peligrosa que el virus.

“Por cada dos pasos hacia adelante que daban los hombres y las mujeres de los microscopios”, escribe sobre la historia de la ciencia, “la humanidad demostraba que era capaz de dar al menos uno hacia atrás”. ¿Está invitando a los lectores a pensar la ciencia en otros términos?

Pienso que debemos darnos cuenta de que la ciencia o la “ciencia establecida” (settled science) son conceptos erróneos y engañosos. La ciencia es un proceso en curso y con final abierto, que descarta hipótesis erróneas a través del método experimental. Así que la tendencia de los personajes públicos a hablar de la ciencia y de la “ciencia establecida” crea la ilusión de que la ciencia tiene verdades de tipo religioso en las que debemos tener fe. Y no es en absoluto así: la ciencia se basa en el escepticismo y en la aplicación rigurosa de métodos experimentales.

Ahora, se puede tener una comunidad científica mundial de gran éxito -internacional, interconectada, interdisciplinaria- haciendo un trabajo estupendo. Pero si sus hallazgos no se comunican eficazmente al público -porque la burocracia sanitaria o los políticos confunden el mensaje, o porque internet está lleno de pensamiento mágico-, es posible que simultáneamente sepamos más sobre el mundo natural que ninguna otra generación, y que, sin embargo, nos comportemos como campesinos medievales.

La ciencia y la tecnología crean, de hecho, posibilidades que aumentan nuestra vulnerabilidad como especie. Y esa es la parte mala de la modernidad: podemos transportar gente por todo el mundo en mayor número y a mayor velocidad que nunca, pero si lo hacemos, aumenta la probabilidad de tener pandemias. El cólera se convirtió en un problema masivo en el siglo XIX por la globalización. Lo mismo ocurrió con la gripe. No hubo epidemias de cólera ni pandemias de gripe mucho antes del siglo XIX. La forma en que el mundo se globalizó en el siglo XIX creó estos nuevos potenciales para el desastre. Y estamos viviendo la última versión de esa historia. Hay algo ahí que muchos no valoran plenamente: mientras la ciencia también ha creado todo tipo de beneficios, incluyendo la multiplicación de la esperanza de vida por dos y por tres, también ha creado nuevas formas de acortar nuestras vidas. Es, en cierta medida, un arma de doble filo, y esa es una de las paradojas que el libro trata de desentrañar.

Usted menciona el caso del Titanic como el de un desastre de responsabilidad humana que no se explica por las razones que da la película de 1997. ¿Cuán importante era demostrar algo en este caso?

Me parecía interesante mostrar que no entendemos muy bien la naturaleza de ese desastre: la serie de errores llevaron al barco a hundirse, comenzando por un error de cálculo sobre cómo chocar con el iceberg, una vez que esto se hizo inevitable. Pero, en realidad, el problema fatal tuvo que ver con la estructura del barco y el hecho de que, si se inclinaba demasiado hacia un lado, las paredes de los salones se verían desbordadas por el agua. Ese fue un defecto básico de diseño. La película [de James Cameron] interpreta más bien que hay una lucha de clases donde una élite esencialmente corrupta y negligente deja ahogarse en sus camarotes a los pasajeros más pobres, y no es lo que ocurrió en este caso.

Quise ilustrar la complejidad de la catástrofe para mostrar que hay fallas desde la fase del diseño hasta el momento en que el barco choca. Aprendí mucho escribiendo esa parte, así como aprendí al escribir sobre Chernóbil. Disfruté el drama homónimo [de HBO], aunque un drama no puede contar la historia correctamente, porque debe ser dramático. En última instancia, creo que valió la pena escribir relatos detallados de lo que realmente ocurrió, porque todas las catástrofes, independientemente de su escala, tienen características comunes, y ese elemento de error humano forma parte de la historia.

Igualmente, cuando hay un desastre, queremos culpar al que está arriba. Así que al presidente de la White Starline se le cargó toda la responsabilidad por el Titanic, lo que destruyó su vida. En 2020, en EE.UU. todo el mundo quería culpar a Donald Trump del Covid, porque era muy práctico. Ahora vemos que no puede haber sido todo culpa suya, que ha muerto más gente con Biden, habiendo vacunas disponibles en 2021. La tentación de culpar a los más altos cargos en un desastre se justifica pocas veces. Por supuesto, Stalin causó la hambruna en Ucrania y Kazajistán, Hitler causó el Holocausto y Mao causó la gran hambruna en China, pero la mayoría de las catástrofes no se deben a una decisión tomada desde arriba.

Según cuenta, cuando estuvo en el Foro de Davos de enero de 2020, todos hablaban del cambio climático mientras usted trataba de que prestaran atención al Covid-19. ¿No es también el cambio climático un desastre presente?

Lo que pasa con el cambio climático es que es un “rinoceronte gris” al que podemos ver venir lentamente. De hecho, es probablemente la amenaza más lenta a la que nos enfrentamos, en comparación con una pandemia o una guerra nuclear: se va desplegando por décadas, incluso en el escenario pesimista del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático. Es real, claro, y hay argumentos de peso para buscar mitigar sus efectos. Pero creo que si sólo hablamos del cambio climático, excluyendo todo lo demás, que fue lo que ocurrió en Davos en 2020, merecemos ser sorprendidos por algún desastre de otro tipo.

Lo que planteo en mi libro es que la historia es una seguidilla de desastres de todo tipo. Si usted se centra en una sola manera en que los desastres pueden atacar, es casi seguro que caerá en la trampa de un tipo de desastre muy diferente. Y pienso que los demás escenarios de catástrofe son de acción mucho más rápida que el cambio climático.

No va a morir mucha gente por el cambio climático. Sí habrá migraciones masivas por su causa, pero el número de muertos no será tan alto como el Covid, porque es de acción lenta. En este sentido, el peligro del debate en torno al cambio climático es que desplaza otros debates que deberíamos tener. Si sólo hablamos de un escenario de catástrofe, el siguiente nos va a pillar nuevamente por sorpresa.

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