Cervantes y Shakespeare: el azaroso reencuentro de dos genios
Se sabe poco de sus vidas, y aunque fueron contemporáneos, nunca se conocieron. Sin embargo, uno leyó y reescribió un pasaje de la más célebre creación del otro. Dos de los pilares de la literatura universal suben al estrado a cuatro siglos de su muerte para comparecer por sus cruces, similitudes y distancias.

NO DEBIÓ SER la más precisa ni lujosa, sino una de las primeras traducciones de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, la novela que había aparecido en 1605 en España y que siete años después llegaba a Inglaterra, la que había caído en sus manos. La había escrito un tal Miguel de Cervantes, un fulano al que apodaban el Manco de Lepanto por una vieja herida de guerra en su mano izquierda, inútil desde el impacto. Los viejos ejemplares se los peleaban entre la alta sociedad y otro puñado de letrados como cachivaches de un remate. Seguro eso sedujo a William Shakespeare.
Se dice que el británico John Fletcher fue el de la idea, pero que su colega y compatriota, el dramaturgo y autor de Hamlet, de entonces 48 años, apenas dos menos que el devorador de libros de caballería al que Cervantes creó, fue quien sugirió qué andanza suya reescribirían juntos. Después de leer la novela, vaya uno a saber cuántas veces, el también actor y poeta, autor de una pila de obras que representaba ante grandes multitudes y a cielo abierto, recordó el fugaz paso del Quijote y Sancho por un bosque en Sierra Morena, en Andalucía, cuando un joven llamado Cardenio salió a su encuentro.
Después de darle de comer, don Quijote quiso conocer la razón por la que el joven lloraba sin consuelo (pues, “todavía es consuelo en las desgracias hallar quien se duela de ellas”). Sentados sobre un prado verde, Cardenio les contó a don Quijote y Sancho su desventura amorosa con Luscinda, la mujer de la que desde niño estuvo enamorado, y a quien perdió por ir a la guerra, para reencontrarse con ella recién algunos años después. Pero un detalle en su narración parecía no ser del todo cierto, y Don Quijote, enfurecido, comenzó a regañarlo. Cardenio cogió una piedra del suelo y lo golpeó. Sancho quiso defenderlo, pero corrió igual suerte.
El relato de Cardenio no solo conmovió a primeras al caballero andante, sino también al mismísimo Shakespeare. Varios de los personajes que habitaban sus obras, en Otelo, El rey Lear, Macbeth y otras, hablaban desde el romanticismo, el dolor, la ira y venganza, “no como en las novelas y obras de Cervantes, sobre todo en ésta, donde el humor y la ironía salen camufladas desde la boca del protagonista para abajo”, opina el dramaturgo chileno y Premio Nacional Juan Radrigán. Cardenio era una de las pocas voces incidentales que podía dejar mudo a Shakespeare.
En 1613, a un año de que el Quijote circulara en Inglaterra, traducido por Thomas Shelton, la compañía de teatro inglesa King’s Men llevó a escena la pieza Historia de Cardenio, inspirada en el pasaje de la primera parte de la que llegaría a ser la más célebre obra de Cervantes. El manuscrito original, dice la historia, desapareció tras un incendio que sufrió el Teatro Globe, la cuna shakesperiana, en 1613. Años después se supo que una copia sobreviviente, adquirida por el escritor británico Lewis Theobald en 1727, había sido atribuida a ambos autores ingleses en 1653, casi cuatro décadas después de la muerte de Shakespeare. Recién en 2007 se logró autentificar y fue parcialmente reconstruida por el estadounidense Gary Taylor.
La anécdota es la única que entrelazó las vidas de dos de los grandes autores que ha parido la humanidad en su historia. “Ningún escritor posterior los ha igualado, ni Tolstói ni Goethe, Dickens, Proust o Joyce”, anotó el crítico estadounidense Harold Bloom hace algunas semanas, a poco de conmemorarse, en estos días, 400 años desde la muerte de Cervantes y Shakespeare, y que durante todo este año los tendrá como protagonistas de un reencuentro azaroso y teñido de homenajes en todo el mundo, incluido Chile y, desde luego, España e Inglaterra, respectivamente.
De poco y nada serviría compararlos, dicen varios. Mucho menos enfrentarlos como piezas bicolores sobre un tablero de ajedrez. “Preguntarse quién de los dos, si Shakespeare o Cervantes, logró dejar más huella y/o ensombrecer al otro es un muy buen revelador de lo que podríamos llamar el juicio literario en los tiempos del hipercapitalismo y de la espectacularización de todos los aspectos de la vida social (incluida la vida íntima, por supuesto). Preguntarse quién opaca o eclipsa al otro es inútil y ocioso”, opina el escritor chileno Mauricio Electorat. “Si Shakespeare y Cervantes fuesen futbolistas, vestirían la camiseta de un mismo equipo pero jugarían en distintas posiciones”, dice Radrigán, “el primero más arriba y el segundo abajo, eso sí”, bromea el dramaturgo, quien el año pasado reescribió La tempestad de Shakespeare y a mediados de este año mostrará en el GAM el monólogo El príncipe contrahecho, inspirado en Ricardo III.
De espaldas, no de frente
Poco se sabe con certeza de sus vidas, salvo que ambos coincidieron durante 52 años vivos y que nunca se conocieron. Al primero, Cervantes, nacido el 29 de septiembre de 1547 en Alcalá de Henares, en España, cuarto de siete hermanos, le tocó vivir la transición del Renacimiento al Barroco, sintetizando los aspectos literarios fundamentales del primer período, y creando la obra más representativa del segundo. También escribió poesía, aunque a la sombra de su brillante prosa (con las Novelas ejemplares, la pastoril La Galatea y El Persiles), y también teatro, dividido en dos partes: la primera respetuosa a las normas clásicas, y la segunda influenciada por la atrevida producción de Lope de Vega. Fue el primero de los dos en nacer, 16 años antes que su par inglés. El 22 de abril de 1616, a los 68 y en su casa en Madrid, Cervantes muere de diabetes. Hasta la fecha no se conoce ni un solo retrato suyo autentificado.
“El Quijote como paradigma de la obra de Cervantes puso de relieve la materialidad de la literatura, exploró cada uno de los géneros literarios de su época: la novela de caballería, la novela bucólica. Relevó al narrador y lo diferenció de los personajes, dio cuenta de la Inquisición y de cada uno de los dilemas políticos de su tiempo”, comenta la escritora chilena Diamela Eltit. Rafael Gumucio, en tanto, cree que “Cervantes es el genio de una obra, de un personaje. Shakespeare lo es de muchas obras y muchos personajes, pero la genialidad de Cervantes fue haber construido un personaje más grande que sus libros: construyó un personaje más grande que el mundo”.
“Shakespeare construyó un mundo, que es de muchas formas el nuestro”, opina el Premio Nacional Héctor Noguera, quien puso en escena su propia versión de Sueño de una noche de verano en verso popular. Del también conocido como el Bardo de Avon, el poblado donde nació a mediados de abril de 1564, hay aún más vacíos. Se sabe que a los 18 años se casó con Anne Hathaway, que tuvo tres hijos y que murió el 23 de abril de 1616, poco antes de cumplir los 52 años. Por décadas se dijo que él y Cervantes habían muerto en la misma fecha, y así fue, pero un cambio en el calendario español, del juliano al gregoriano, frustró los planes de amantes de los datos freak y a la Unesco de paso, tras declarar el 23 de abril como el Día Internacional del Libro.
“Hay varias similitudes, eso sí, en algunas de sus obras. Tanto Próspero, de La tempestad, y el Quijote, desde su lugar, se arrepienten al final de su locura”, dice Noguera. También ambos autores dividieron a sus personajes en alta y baja sociedad por su forma de hablar. “En el Quijote es muy evidente, por Sancho y todos los que se cruzan en su camino, también en Romeo y Julieta”, añade Radrigán. Según Diamela Eltit, esta pugna social es más acentuada en la obra del autor de Romeo y Julieta: “Shakespeare, desde la dramaturgia, dio cuenta de las estructuras más implacables de poder político, de las traiciones, de las estrategias, de la violencia del poder y de cómo funciona, considerando incluso el crimen en el interior de las elites y la fatalidad como resultado de los antagonismos”.
Según viejos, aunque dudosos registros, Shakespeare y Cervantes habrían pertenecido a la clase media de la época. “Letrados sin fortuna”, les llama Gumucio: “Conocían los bajos fondos y palacios. Los dos escribieron mezclando esos planos y mundos. Los dos se dejaron arrastrar por personajes incluso con el riesgo de forzar las tramas de sus obras. Los dos dejan que hablen sus personajes en su propio idioma, tanto que olvidamos quién era realmente Cervantes y qué pensaba Shakespeare”, agrega. Para Electorat, este último es el autor de la paradoja y la pregunta metafísica. “En ese sentido su obra es irreemplazable, como la de Calderón, en nuestra lengua, y como lo serán, mucho más tarde, las de Beckett o Ionesco”.
Cervantes, por su lado, cultor del mismo tipo de paradoja, se aleja solo porque “su empresa se juega ante todo en el terreno de la ‘poética’”, dice Electorat: “Inventa, anticipándose, la modernidad en narrativa mediante la hibridez de alta y baja cultura, de novela picaresca y novela pastoril”. El dramaturgo chileno Alejandro Sieveking, quien se declara un fanático de Shakespeare por su indisoluble relación con el teatro, reconoce que Cervantes “renovó ese anticuado género italiano que era la novelle, ampliándola y haciéndola trascendental además. Ese fue y es su gran valor”.
Si uno, Cervantes, fue el creador de la novela más célebre y reeditada en español, además de traducida a múltiples lenguas y formatos, solo después de la Biblia; el otro, Shakespeare, dejó una veintena de obras que tras varios siglos aún ayudan a deshebrar el mundo. “¿Se puede vivir sin leer Hamlet o entender la postmodernidad sin la segunda parte de Don Quijote? No hablamos ya su lengua, ni el inglés de Shakespeare ni el español de Cervantes, pero su mirada sobre el ser humano ha calado muy hondo. Somos sus criaturas”, opina el dramaturgo y psiquiatra Marco Antonio de la Parra. “Shakespeare es más conocido que Cervantes en el mundo solo porque el inglés es más hablado y poderoso”, cree el autor peruano Santiago Roncagliolo. “Más que de frente, pareciera que ambos están de espaldas el uno al otro: los dos renovaron con igual contundencia su género. Cervantes la novela, y Shakespeare el teatro. Coinciden en una época de grandes cambios: el Renacimiento ha recuperado la cultura y las ciudades crecen, con lo cual aumenta el público para sostener libros y espectáculos laicos. Se estrenan la denuncia e ironía para todos los públicos. Ambos autores inventaron el arte del mundo que venía. Y que sigue hasta hoy”.
Después de 400 años, ni uno necesita epitafios. En lugar de eso, coinciden todos, están sus obras.
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