Crítica de cine: El cisne negro
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Nina Sayers (Natalie Portman) es una bailarina clásica que ansía protagonizar El lago de los cisnes. Para ello debe convencer a Thomas (Vincent Cassel), el exigente director que desconfía de sus capacidades, superar a otra bailarina, la sensual Lily (Mila Kunis) y -objetivo final- alcanzar el estrellato artístico que su madre (Barbara Hershey) nunca logró.
En su estructura dramática, la película propone un paralelo entre obra y vida personal: así como en el ballet de Tchaikovsky un hechizo transforma a la princesa Odette en un cisne, Nina vive su propia metamorfosis, una suerte de neurosis paranoica asociada a sus inseguridades que se traducen en alucinaciones, pánico y violencia.
Esta idea parece ser el punto de intersección de varias constantes del cine de Aronofsky con sus personajes obsesionados por una causa que puede detonar un descalabro personal. Ocurría con el matemático de Pi, fe en el caos y con los tres personajes llamados Tom de la fallida La fuente de la vida. Además, el cuerpo de Nina, tal como el de Ramzinski en El luchador, es el escenario definitivo del delirio, el territorio físico, vulnerable y sangrante, donde estos seres pagan por su ceguera o inmadurez.
Esa intersección colinda tambien con otras películas. Recuerda a Catherine Deneuve, la chica virginal y desconcentrada que, confinada en su represión sexual, era consumida por las alucinaciones en Repulsión de Polanski. Y su demencia temporal ante el vacío del escenario es comparable al miedo escénico que ahogaba en alcohol Gena Rowlands en Opening night de Cassavetes.
Angustia, paranoia, sublimación sexual, alucinaciones y obsesión ante el acto artístico. Estos cruces pueden explicar la sensación de estar observando algo sublime. A eso se agrega la belleza de los encuadres de Aronofsky y Matthew Libatique, su fotógrafo habitual, y la intensidad de las miradas de Natalie Portman. Pero no es solo eso: esta es la aventura de un director con la ambición de subirse al carro de los clásicos. Puede ser demasiado pronto para juzgarlo. Más de alguien podrá decir que los delirios de Nina rozan a ratos la caricatura. Pero lo que nadie puede quitarle a Aronofsky y su cine es el placer saltar al vacío. Y de sobrevivir a la experiencia.
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