¿Dónde está el piloto?
La robustez y duración del ciclo que viene dependerá de cuán serio acometamos el esfuerzo por recuperar la legitimidad y representación de la actividad política y sus instituciones.<br><br>

AUNQUE LAS comparaciones son complejas, en cuanto tienden a simplificar el fenómeno social, hay algo en común respecto de lo que está sucediendo en Brasil o Turquía, y lo ocurrido en Chile estos últimos tres años. Efectivamente, se trata de países que crecen y sociedades que han ido progresando, lo que no impide que este proceso vaya acompañado de dolores y un malestar cuyos síntomas se expresan de manera explícita en la mayor agitación social y la sensación de incertidumbre.
Un probable hilo conductor en los tres casos que he mencionado, pudiera rastrearse en la alteración del objeto y protagonistas de nuestra discusión política. En efecto y quizás uno de los rasgos más interesantes del momento al que asistimos, es la visibilización de los dramas personales o, para decirlo de forma más académica, cómo hoy el debate público versa sobre los dolores privados.
Y es justamente aquello lo que conlleva una cierta sensación de incertidumbre. Poner a las personas en el centro de la conversación resulta contradictorio con las claves del denominado "modelo chileno". En lo político, para partir, este es un país que durante 25 años fue gobernado mediante un pacto transversal de su elite, la que alentada por un proceso de desmovilización social con motivo de la recuperación democrática, impuso las cláusulas de un contrato social que hoy, al menos en estos términos, los ciudadanos no están dispuestos a renovar. En lo económico, para seguir, es ciertamente complejo poner sobre la mesa el capital humano, cuando los pilares de nuestro modelo de desarrollo y crecimiento económico han estado anclados en la explotación de los recursos naturales y en el capital financiero. En lo social, por último, esta ciudadanía no tiene nada que ver con la de dos décadas atrás, siendo hoy mucho más libertaria, exigente y profundamente fragmentada en sus anhelos e intereses.
Para afrontar este proceso, al que muchos han comparado con un tsunami, hay básicamente tres actitudes. La primera, algo soberbia cuando no ciega, es minimizar o derechamente negar lo que está ocurriendo, con todos los costos públicos y privados que significa. La segunda, más propia de la ignorancia o la ingenuidad, es suponer que se trata de una cuestión simplemente pasajera, abrigando la peregrina esperanza de que tarde o temprano las cosas vuelvan a la normalidad. La tercera, para mí la más interesante, es superar la negación y hacernos cargo de que esta demanda llegó para instalarse, por lo que sólo podemos aspirar a conducir este proceso, de manera que los necesarios cambios que se vendrán en el futuro sean adoptados sobre la base del mayor acuerdo posible.
Lo que hoy verdaderamente se discute no es sólo un conjunto de reformas, sino la convicción de que debemos modificar las reglas del juego como consecuencia del fin de una etapa. La robustez y duración del ciclo que viene dependerá de cuán en serio acometamos el esfuerzo por recuperar la legitimidad y representación de la actividad política y sus instituciones, en la medida que seguirá siendo el único marco posible donde puede darse conducción y viabilidad a este proceso. Algunos empujan, otros frenan, pero ahora también necesitamos a los que moderan.
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