Joaquín Edwards Bello: Insuperable coleccionista de verdades y rencores
En los años 20, Joaquín Edwards Bello recorta artículos de diarios para alimentar su archivo y luego escribe una crónica para La Nación. Son momentos en que el autor de El inútil se consolida como cronista. El nuevo libro, Crónicas reunidas II, recoge ese periodo: mil páginas de asedios a Chile.

"Llamarse Edwards Bello no es tan fácil ni cómodo", anotaba el autor de La chica del Crillón, en mayo de 1930. Le pedían dinero prestado, sin aviso le subían los precios en los hoteles, lo presentaban como banquero. Creían que era millonario, pero según el escritor, apenas pudo olfatear la herencia de su padre antes de perderla. Ni su clase le aguantó las salidas de madre: después de publicar la novela El inútil (1910), fue tanto el escándalo que debió salir arrancando a Brasil por haberse reído de la aristocracia chilena. Le quitaron el saludo, lo ningunearon en la prensa, su familia lo despreció. Peor: había quienes sospechaban que sus libros se vendían sólo porque en la portada se leía el apellido Edwards.
El creía otra cosa: "Me leerían aunque me llamara Floripondio porque he empezado a decir el secreto de lo chileno". Fue su obsesión. En una veintena de libros y, sobre todo, en una cantidad exorbitante de crónicas (más de 12 mil), Joaquín Edwards Bello buceó en las aguas oscuras de la identidad nacional. Chile fue su personaje. Dedicó su vida a inventariar miserias, glorias, monumentos, minucias, tics y manías del paisaje chileno. La suma es un retrato general enorme, acaso el más ambicioso emprendido por nuestros escritores, y aún por descubrir a cabalidad. Hay donde empezar: a un año del lanzamiento del primer tomo de Crónicas reunidas, la Universidad Diego Portales presenta el segundo volumen: 1.022 páginas que resisten como pocas el paso del tiempo.
Editado por Roberto Merino, este nuevo tomo de crónicas recoge la producción del autor de El roto entre 1926 y 1930. Pese al tamaño del libro, se trata de una selección de lo publicado en La Nación y Los Tiempos. Edwards Bello escribió de todo: del "recrudecimiento de la maldad en Chile", de la palabra flash, de la necesidad de instalar un hotel internacional en el Cerro Santa Lucía, del concurso Miss Chile, de la persecución judicial de la vagancia, de Ortega y Gasset, del viento de Valparaíso, del fascismo, del Barrio Latino de París, de las calidad de las tiendas de Santiago, del Portal Edwards, etc., etc. Sin quererlo, al ritmo de la contingencia, confeccionaba una enciclopedia espuria y por capítulos del Chile que se asomaba al siglo XX.
ENCICLOPEDICO, SUPERFICIAL
Para esta época, Edwards Bello es un autor respetado. Se empina por los 40 años, quedaron atrás los tiempos en que lo chaqueteaban por deporte, ha ido y regresado de Europa, tiene dos hijos pequeños y su primera esposa, la misteriosa española Angeles Dupuy Ruiz, ha muerto recientemente. Vive entre la hacienda de su madre, ubicada donde hoy se levanta el Liceo 7, y un departamento de San Diego. Seguía apostando a los caballos y en el Casino de Viña del Mar, y eso que, según se decía, ya había "dilapidado un par de fortunas". Vivía de su familia, pero sobre todo, vivía del periodismo. Llegará a escribir para La Nación hasta 24 crónicas al mes. Aunque constató la fugacidad de su oficio diciendo que escribía en "papel de fumar", sospechaba algo perdurable en la prensa: todos los días dedica tres horas a recortar textos de diarios y revistas para su archivo. Su famoso archivo. Según el fallecido Alfonso Calderón, Edwards Bello tuvo al menos tres en su vida: el mayor está disponible para consulta pública en la Biblioteca Nacional, pero antes habrían existido dos archivos que el escritor vendió por necesidades financieras. No se sabe a quién.
El archivo del autor de El monstruo se compone de cientos de carpetas rotuladas con todos los temas imaginables: hipnotismo, abanicos, Wall Street, lanas, zurdos, La Moneda, Santiago, Napoleón, el hijo pródigo, smog, etc, etc. Edwards Bello, en el fondo, confeccionaba una enciclopedia tan fallida, arbitraria y contingente como puede ser una construida desde la prensa diaria. Estaba en su ADN. Anota el 2 de agosto de 1928: "No soy más que un hijo del puerto. Nací mirando mil cosas sin abarcar ninguna (...). Soy americano; soy imperfecta y superficialmente enciclopédico".
Pero el archivo es más que información. Es su mundo privado. En los contornos de los recortes, Edwards Bello hace anotaciones, señales, pistas de interpretación. "Gestor", se lee en una nota sobre Malaquías Concha. Esa parece fácil, pero ¿por qué a un apunte sobre una familia caída en desgracia le puso "¡Incandescente!"?
Calderón decía que Edwards Bello manipulaba sus papeles como si se tratara de un "conjunto de secretos o de verdades sagradas". El mismo escritor, a mediados de los 50, le otorgó una inusitada importancia: "¿Archivar sin cesar es, acaso, un sueño de carácter obsesivo? ¿Es una degradación de la costumbre de saquear, atesorar, de antepasados corsarios? ¿Es una forma derivada y enmascarada de avaricia? No sé lo que es, pero debe provenir, sin duda, de algo espantoso. El caso es que vivo en mi archivo. Mi archivo vale más que mis escritos. Es mi obra maestra".
Chilenos "apequenados"
Para mediados de los 20, en los años que recoge este libro, lo efímero aún asediaba a Edwards Bello: el archivo de esa época iba a ser vendido y a él ni se le ocurría pensar que terminaría venciendo al tiempo.
Merino tiene una teoría: "Las crónicas las escribe sin las pretensiones retóricas con fecha de extinción propias de la novela".
Entonces sucede que roza esa intangible zona de la identidad. A disparos: "Nosotros los chilenos llevamos por doquier un lastre, un pesado arrastrar los remos por esa vulgaridad de hacer gracia nacional de la calumnia", escribe.
Ejerciendo de "tábano", como lo llamó Gabriela Mistral, Edwards Bello se lanza al cuello de sus compatriotas: "La raza chilena tiene dos caras: es o muy fuerte y sufrida, o desfalleciente y lánguida al extremo", anota. Luego complementará diciendo que "el chileno, contra todas las apariencias de resistencia y agresividad, es dócil y ansía encontrar disciplina, amo que lo guía. Solo, sin control, nuestro pueblo no ha dado buenos resultados". Es lapidario: "A un chileno le duele cualquier éxito nacional". Agrega: "El chileno se cansa pronto de todo: vive ávido de novedades extranjeras".
Son apuntes para una teoría mayor, que en 1926 va a llamar "Apequenamiento". Quizás aún rige: "Apequenarse quiere decir hacerse pequeño de una manera nacional especial que proviene de ese fenómeno que en otras ocasiones llamábamos 'el cultivo sistemático del fracaso nacional'".
Ahí estaba escribiendo sobre "el secreto de lo chileno". En cada "artículo impresionista de cada mañana", Edwards Bello merodeaba por zonas aún indocumentadas de la incipiente vida moderna nacional: literalmente, va de paseo por el Santiago post Centenario, identificando las marcas de los chilenos. Pero aunque no lo dice, sospecha que sus textos son incompletos. Decir el secreto no es develar el misterio. A modo de confesión, en 1927 anota: "Creo firmemente que el hombre es algo astral; es una infinidad de fuerzas siderales, metidas como un castigo dentro de cinco sentidos solamente, para que el vasto Cosmos, donde nos encontramos, sea un eterno misterio. Yo he creído siempre a mi manera. La rebeldía deber ser completa".
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