¿Un año más (2018)?: retos de una política educacional pendiente
El año 2018 pasará a la historia como uno de los años más pobres en cuanto a la producción de políticas que contribuyan a mejorar la calidad y equidad de la educación en nuestro país. Para desarrollar esta evaluación general y proyectar los desafíos del 2019, útil resulta nuevamente la distinción de tres niveles o dimensiones de las políticas educacionales: la legislación, las medidas administrativas, y la gestión simbólica y comunicacional de quienes hoy conducen el sistema educativo.
Desde un punto de vista legislativo, la verdad es que durante el 2018 – con la sola excepción de la ley que establece un estatuto para los asistentes de la educación, que fue ingresado al congreso el año 2017 y aprobado recientemente – no se produjeron avances relevantes para el sistema educacional chileno. La única ley presentada y aprobada (con modificaciones sustantivas, que impidieron que se transformara en un retroceso para la gestión de la convivencia escolar) fue "Aula Segura". No es posible calificar a esta norma como un paso adelante, debido a su acotadísimo alcance (un puñado de liceos con problemas serios de violencia) y a su nulo respaldo técnico (todo el mundo especializado en el tema planteó al propio congreso la inutilidad e incapacidad del proyecto para dar cuenta del problema que buscaba abordar). Durante el 2018 el gobierno también ingresó, aunque con avances y apoyos insuficientes (incluso desde la propia coalición oficialista) proyectos de ley para la educación parvularia (leyes de kínder obligatorio y de sala cuna universal) y para la educación superior (leyes de "financiamiento solidario" y de ampliación de la gratuidad para el séptimo decil en la educación superor TP). En concreto, en el año 2018 no se produjo ningún paso relevante que ayude mejorar las condiciones – esta es la principal función de las leyes – en las que opera el sistema educativo chileno. Tampoco se avizora ni se ha comunicado un plan respecto a la agenda legislativa educacional para el 2019 y lo que resta del gobierno.
En este contexto de baja intensidad legislativa, sorprende que en el plano de las "medidas administrativas" o de gestión regular del sistema educativo, tampoco sea distinguible una estrategia de cambio que permita confiar en el cumplimiento de la promesa de que sería la "calidad" la principal prioridad – y por tanto resultado – de la actual administración en educación. A diferencia del ámbito legislativo, aquí sí es posible identificar un conjunto extenso, aunque desarticulado, de prioridades: el trabajo de la comisión "Todos al Aula" (que tuvo por objeto sugerir medidas orientadas a simplificar la carga burocrática del sistema, pero del cual todavía no se derivan acciones concretas relevantes), la selección de un nuevo grupo de "Liceos Bicentenario" (esta vez priorizando centros educativos técnico-profesionales, a quienes se les proveerán recursos y apoyos adicionales a cambio de obtener buenos resultados cuantitativos), la creación de un Centro de Innovación en el Mineduc (cuya agenda, más allá del "Plan de Lenguas Digitales" todavía se desconoce, al menos en los documentos y web oficiales), el lanzamiento de una nueva generación de "programas" estandarizados de apoyo a algunas escuelas "insuficientes" (como la iniciativa Primero Lee), o el relanzamiento de iniciativas para fortalecer la educación técnico profesional (que ya se habían presentado en los años precedentes), son ejemplos de esta dimensión de las políticas. Todo esto convive con un extraño silencio respecto a otras medidas contenidas en el programa de gobierno de las que poco y nada se sabe, como el "plan de recuperación de Liceos Emblemáticos" o "la creación de una unidad especial para prevenir la deserción escolar". En síntesis, el Mineduc, por acción u omisión, a enero del 2019 tampoco cuenta con una agenda de políticas coherentes para el mejoramiento de la calidad.
Una de las razones que podría explicar esta combinación de pobres avances legislativos y administrativos es el enorme reto que ha implicado para el gobierno la implementación de las reformas aprobadas en el período anterior. Este primer año – sobre todo en la fase liderada por el exministro Varela – estuvo plagado de vacilaciones respecto al valor de implementar bien estas reformas y de una cierta subestimación sobre lo que ellas significaban. Las dudas y la lentitud con la que se asumió este desafío tuvo costos importantes, como el inexcusable retraso en la designación de responsables nacionales y locales para la Nueva Educación Pública, la extremadamente lenta elaboración de estándares para las carreras de pedagogía (pilar clave del nuevo sistema de desarrollo docente) o la públicamente reconocida dificultad para cumplir con los plazos de pago a las universidades en el contexto de la gratuidad (fruto de la falta de destreza con la que se tramitaron los decretos respectivos). Estos múltiples problemas sin duda se relacionan con la entendible pero paralizadora incomodidad de algunas autoridades nacionales y regionales, que siguen poniendo más énfasis – en público y privado – en sus críticas a las leyes que en hacer el mejor trabajo posible para cumplir con ellas.
Los magros resultados legislativos y la pobreza de la acción ejecutiva contrastan con la gestión simbólica y comunicacional que se ha hecho en educación, donde el gobierno cierra el 2018 con un saldo a su favor. Luego de una primera etapa marcada por la impericia del exministro Varela, el Mineduc retomó el liderazgo de la discusión educacional, poniendo sobre la mesa prioridades políticas consistentes con el relato de la derecha educacional y que poseen una "alta rentabilidad" frente a la opinión pública: la reposición del "mérito" de los estudiantes y sus familias (a propósito de la discusión sobre la selección académica, que el gobierno ha propuesto retomar), el foco excesivo en la "violencia" como problema interior de los recintos educacionales (que le ha permitido plantear soluciones de alta efectividad comunicacional, a pesar de su inconveniencia propiamente educativa), y el reconocimiento público de problemas provocados por la política de gratuidad (que le han permitido al gobierno debilitar este principio en el plano de su implementación) son los ejemplos más relevantes de este esfuerzo. A pesar de que en ninguna de estas agendas el gobierno ha presentado alternativas de cambio ni mejoras concretas que puedan afectar la vida del sistema educativo, la verdad es que para cada una de ellas, y con la complicidad de los medios de comunicación, el gobierno ha puesto la discusión pública en su cancha. El discurso oficial ha encontrado además, como nunca, un camino casi completamente despejado: un movimiento estudiantil debilitado, una oposición política sin propuestas educacionales alternativas, y un mundo académico incomprensiblemente ausente de la discusión pública.
La atención prioritaria que el Mineduc y sus autoridades han puesto en reflotar (y simbólicamente en alguna medida "retroceder") ciertas discusiones educacionales controversiales de los últimos años, pareciera una estrategia política inteligente en un contexto de pocos recursos, débil presión social y minoría en el poder legislativo. La apuesta desde el gobierno resulta evidente: no es momento de transformaciones educacionales sustantivas (pues no se tiene claro hacia dónde dirigirlas ni se cuenta con las condiciones políticas para abordarlas), pero sí de volver a disputar definiciones que son esenciales para el debate educacional de los próximos años, ya sea para volver atrás en algunas políticas (como la selección académica en la educación secundaria) o para para consolidar/profundizar otras (como la competencia como eje central del funcionamiento del sistema educativo). El problema de esta definición política es que genera en el sistema altos niveles de incertidumbre y desorientación. Hoy es muy difícil, para la ciudadanía en general y los actores educativos en particular, identificar cuáles son las prioridades de cambio en educación y, más difícil todavía, cuál es el correlato entre el discurso de las autoridades educacionales y las medidas concretas que se terminarán tomando en el corto y mediano plazo. No hay posibilidad alguna de mejora educacional en un escenario como éste.
El año 2019 ofrece una oportunidad única para que el gobierno defina si perseverará en su intento de priorizar solamente la dimensión comunicacional de su accionar en educación o apostará por dejar algún legado sustantivo en lo que realmente importa: las condiciones, herramientas y apoyos con los que cuentan los actores del sistema educacional para mejorar la calidad integral de los aprendizajes. Condición ineludible para ello es que el país pueda conocer cuál es el horizonte al que se espera llegar en estos tres años que restan (ojalá con algunas metas asociadas) y también cuáles serán las acciones prioritarias que se seguirán para alcanzarlo. Esto implica además un acto de honestidad política mayor, que incluso después de la salida de Varela ha sido evitado: establecer con claridad qué es lo que el Mineduc va a jugarse por implementar y qué aspectos aspira modificar de las reformas aprobadas en el período 2014-2017. Señales y definiciones como éstas podrían generar un ambiente básico de confianza – hoy inexistente – al interior del mundo político y educacional, que viabilice algunas reformas urgentes y que requieren soluciones de largo plazo, como una transformación del sistema de financiamiento de la educación general, una nueva política de formación docente (inicial y continua), una carrera y sistema de formación para los directivos escolares y una política integral de apoyo prioritario a las escuelas (públicas y privadas) que más lo necesitan.
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