Columna de Daniel Matamala: Rotos de mierda
En 2024, el combustible se sigue acumulando: nuevos escándalos sobre privilegios y delitos de cuello y corbata caen sobre un lustro de promesas de cambio incumplidas, aderezados con nuevas furias sobre la delincuencia y la inseguridad.
Octubre, 2019:
- Estoy armando mi propio ejército. 500 efectivos.
- Hermano. Necesitamos mano dura. Que respeten estos rotos de mierda.
- Me voy a sumar a las 500 lucas y 40 horas. Desde hoy.
Los chats de Álvaro Jalaff a Luis Hermosilla, en los momentos más tensos del estallido, funcionan como un estudio etnográfico en tiempo real. Con la sinceridad de la comunicación entre dos amigos están, intrincadas y confundidas, las estrategias ante los hechos:
La represión (“mi propio ejército”).
El desprecio (“rotos de mierda”).
La concesión (“500 lucas y 40 horas”).
Son las mismas estrategias que han operado por los siguientes cinco años.
Mientras estos chats emergían, visitaba Chile James Robinson, uno de los intelectuales más importantes del siglo 21, coautor del libro más influyente sobre desarrollo en las últimas décadas, Por qué fracasan los países.
Estudioso de América Latina, sus advertencias hacia Chile siempre han sido directas. “Es posible que Chile se quede estancado por la naturaleza oligárquica de su sociedad”, nos decía poco antes del estallido.
No fue escuchado, como tampoco lo fueron las numerosas advertencias de expertos y organismos que apuntaban a los puntos ciegos de un país moderno, pero que sigue replicando lógicas excluyentes, más propias de una sociedad, como a Robinson le gusta machacar, “oligárquica”.
“Hay una falta de inclusión en muchas dimensiones. Hay un sentimiento oligárquico que debe cambiar”, nos repitió ahora, en 2024.
En estos mismos días se conmemoraba el segundo aniversario del contundente triunfo del Rechazo en el plebiscito de 2022.
“Una victoria épica, del amor a Chile sobre el odio a lo que hemos construido, de la paz sobre la violencia”, resumió el principal arquitecto de las noticias falsas de esa campaña, Bernardo Fontaine.
El empresario César Barros lo elevó a “el mayor éxito electoral de la historia” y “el mayor éxito político desde Portales” para “la derecha y sus aliados”. De haber ganado el Apruebo, dice Barros, “habríamos entrado a un sistema parlamentario”, “nuestros ahorros y salud pasarían al Estado” y Chile iría “camino a Venezuela”. La mitomanía se repite: no, ese proyecto no instauraba un sistema parlamentario ni estatizaba los fondos de pensiones.
El “rechazar para reformar” prometió que, de ganar el Rechazo, habría reforma al sistema de pensiones, se consagraría la paridad de géneros en los órganos del Estado, se avanzaría a un Estado social y democrático de derecho, se reconocería constitucionalmente a los pueblos indígenas, y se aseguraría la igualdad salarial entre hombres y mujeres.
Todas esas promesas se las llevó el viento.
“Recuerdo el miedo y angustia de esos directorios empresariales del mes anterior” al plebiscito, dice hoy Barros. Miedo y promesas. Rima con Jalaff y su mezcla de pavor, desprecio y concesiones en los días del estallido.
Y el epílogo, pasado el momento del miedo, es de nuevo el mismo: si te he visto, no me acuerdo.
También por estos días se conoció el nuevo informe del PNUD, que alerta sobre el descontento de la ciudadanía ante las promesas frustradas de cambio. Buena parte de la élite desechó el informe sin más (“propaganda política”, “octubrismo”). Reacciones similares a las que causó “Desiguales” del PNUD de 2017, un texto primero recibido con desdén, luego adoptado con interés tras el estallido, y después de nuevo guardado en un cajón, una vez que pasó el peligro.
En 2024, los ciudadanos siguen viendo “a las élites como los villanos que impiden los cambios”, dice la representante del PNUD en Chile, Georgiana Braga-Orillard. Una virtual unanimidad (96% y 95%, respectivamente) cree que las élites políticas y empresariales son beneficiadas por la justicia.
Pero buena parte de esas élites ya se ha inventado el cómodo consenso de que tanto el estallido como el proceso constituyente que intentó canalizarlo no fueron más que un desvarío, un mal sueño que está muerto y enterrado.
Un abrumador 83% de los chilenos, “rotos de mierda” de derecha, centro e izquierda, respaldaba las protestas en 2019 (encuesta Activa). Pero Cristián Larroulet, quien era el cerebro de La Moneda entonces, hoy habla de “un consenso de que el estallido fue un intento de golpe de Estado fallido”, perpetrado por “la izquierda más extrema” y “los gobiernos más de izquierda de América Latina, como Venezuela y Cuba”.
El autoengaño tras ese supuesto “consenso” hace que las lecciones que se sacan sobre esos años convulsos sean escalofriantes.
Basta comparar ese 83% de 2019 con el 62% del Rechazo en 2022 para entender que millones de chilenos apoyaron el estallido, y luego votaron Rechazo, molestos por el maximalismo y el desorden del proceso constituyente, y esperanzados por la promesa de un cambio ordenado, tranquilo y “con amor”.
Pero, tras el plebiscito, no fue necesario cumplir la palabra empañada. Y eso, para (Robinson dixit) “la oligarquía”, es motivo de sosiego e, incluso, de épica celebración.
En 2020, la politóloga María Victoria Murillo diagnosticó que “en Chile la élite tuvo suficiente poder para resistir hasta el final sin ninguna concesión, y eso hizo que explotara el sistema en vez de que hubiera un proceso más incremental”.
En 2024, el combustible se sigue acumulando: nuevos escándalos sobre privilegios y delitos de cuello y corbata caen sobre un lustro de promesas de cambio incumplidas, aderezados con nuevas furias sobre la delincuencia y la inseguridad.
Pero algunos parecen cómodamente convencidos de que el tiempo de las concesiones ha pasado.
Se acomodan, complacientes, sobre el cráter de un volcán. Seguros de que está inactivo. Tan seguros como estaban hace cinco años.