Columna de Daniel Matamala: Un solo Chile

Más allá del resultado de esta noche, la pregunta es cómo evitar la polarización extrema que ha llevado a países como Estados Unidos al borde del colapso político.



El último fin de semana de campaña, dos marchas paralelas ocuparon la Alameda: en el bandejón sur, huasos en sus carretas tiradas por caballos; en el norte, ciclistas. Las miradas de reojo dieron paso a los gritos, estos a las piedras, y la jornada terminó con un carretonero arrollando a un grupo de ciclistas.

Las redes sociales explotaron con imágenes y testimonios parciales para dar la razón a alguno de los bandos. Nadie preguntó por la postura política de cada grupo. Todos dieron por obvio que los huasos iban por el Rechazo, y los ciclistas, por el Apruebo.

Carretones o bicicletas son apenas un medio de transporte. Pero en nuestra cultura, funcionan también como un código. Asociamos al carretón y los caballos con la vida rural, los valores tradicionales, el conservadurismo, la derecha y, por lo tanto, con el Rechazo. Y al revés, la bicicleta se identifica con la vida urbana, valores progresistas, liberalismo cultural, la izquierda, y por lo tanto, el Apruebo.

Esos prejuicios fueron certeros. Y muestran una división que volveremos a ver en los resultados de esta noche.

El marketing político se alimenta de esas identidades. Hace diez años, en Estados Unidos, visité una empresa de consultoría, TargetPoint Consulting. En una oficina por cuyas ventanas se veía el Capitolio de Washington, el analista Trevor McGaughey me mostró su método para categorizar electores.

“Si eres un hombre de 50 años, puedes ser republicano o demócrata. Pero si eres blanco, manejas un SUV nuevo, compras libros sobre religión, tienes inversiones y trabajas en una oficina, todos ellos datos públicos a los que tenemos acceso, ya podemos predecir con 94% de certeza que votas por los republicanos”, me explicó McGaughey mientras ingresaba cada uno de esos datos al software.

“Y al revés, si ese hombre de 50 años es afroamericano, no maneja un SUV, es miembro de un sindicato y vive en una casa arrendada, ya sabemos con 88% de certeza que vota demócrata”, agregó. Datos como el consumo de whisky (republicano), de brandy (demócrata), preferir Dunkin’ Donuts (demócrata), o ver las carreras de autos de Nascar en TV (republicano) también predicen una postura política.

Hoy, gracias a los datos personales que regalamos cada minuto que pasamos conectados, esos análisis son mucho más finos. Pero la lógica es la misma: nuestras preferencias políticas están estrechamente atadas a cómo y dónde vivimos, qué consumimos y hasta en qué medio de transporte nos movilizamos. Sabiendo eso, las campañas pueden hablarle directamente a nuestras esperanzas y a nuestros miedos.

Volvamos a Chile. En 1988, el No a Pinochet fue más fuerte entre los hombres, en la Región Metropolitana, en las grandes ciudades, en los segmentos populares, y en los más jóvenes. Al revés, el Sí tuvo mejores resultados entre las mujeres, en el sur, en las ciudades pequeñas y zonas rurales, en la clase acomodada, y entre los mayores.

El No sacó 55,99% contra 44,01% del Sí. Resultados que se repitieron con calco 33 años después, en la segunda vuelta entre Boric y Kast: 55,87% versus 44,13%. Y la división por grupos demográficos, también: Boric arrasó en la Región Metropolitana, especialmente en las comunas populares, en los jóvenes y en las grandes ciudades. Kast lideró en el sur, en el barrio alto de Santiago, en las ciudades pequeñas y zonas rurales, y entre los mayores.

Esa división se ha agudizado con los años. En Vitacura, el Sí sacó 65% y Kast, 83%. En Las Condes, 59% el Sí y 74% Kast. Al revés, en La Pintana el No obtuvo 68% y Boric, 73%. En San Joaquín, 67% y 71%, respectivamente.

La única gran diferencia entre la coalición del No y la de Boric es de género: ahora las mujeres, especialmente las jóvenes, se inclinan más a la izquierda que los hombres. Según Unholster, en Santiago el 75% de las mujeres menores de 30 años votó por Boric; en la Araucanía, el 74% de los hombres mayores de 70 votó por Kast. Las tribus son cada vez más cerradas.

Si creemos a las encuestas, el Rechazo puede haber avanzado en ciertos grupos proclives a la centro-izquierda. La gran incógnita es qué pasará con los 7 millones que no votaron el año pasado, y que hoy se ven enfrentados al voto obligatorio: ¿cuántos irán a sufragar? ¿Serán más jóvenes urbanos que se sumen al Apruebo? ¿O más mayores rurales que se decanten por el Rechazo?

Pero, más allá del resultado de esta noche, la pregunta es cómo evitar la polarización extrema que ha llevado a países como Estados Unidos al borde del colapso político. Las redes sociales acentúan esta fragmentación, al ofrecernos una realidad a la carta, a imagen y semejanza de nuestros prejuicios. El algoritmo nos clasifica, nos identifica con una tribu y nos sumerge en el cómodo mundo de una realidad sin matices, en que los hechos siempre nos dan la razón y nuestras opiniones, por excéntricas que sean, siempre parecen ser mayoritarias.

Al revés, la otra tribu es percibida como un peligro. Los votantes jóvenes, urbanos y progresistas ven al “otro lado” como una amenaza para sus libertades en temas como los derechos sexuales o el feminismo. Y los mayores rurales y conservadores perciben discusiones sobre los derechos animales o los símbolos patrios como un ataque a su estilo de vida tradicional.

Antes que opiniones, modificables por la razón, pasamos a tener identidades. “El entendimiento ya no es posible. Las opiniones expresadas no son discursivas, sino sagradas, porque coinciden plenamente con su identidad, algo a lo que no se puede renunciar”, advierte el filósofo Byung-Chul Han.

De ahí que, cuando esas tribus se topan, como pasó en la Alameda, se miren ya no sólo como extraños, sino como enemigos.

En Argentina, esta polarización fue bautizada como “la grieta”. Y esta semana tuvimos un recordatorio terrible de los efectos que tiene sobre la sociedad. Una campanada de alerta que ojalá tengamos en mente.

Para que, más allá de quien gane y quien pierda esta noche, entendamos que compartimos un solo país. Un solo Chile.

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