
Columna de Gonzalo Cordero: La fiesta terminó

Por Gonzalo Cordero, abogado
En realidad, no ha terminado, pero la Convención realizó su última sesión y solo queda la ceremonia de entrega del texto al Presidente de la República. Luego vendrá el plebiscito, en que veremos si es verdad o no esa afirmación que dice que los países no se suicidan; las encuestas parecen confirmarla, pero hasta que se cuenten los votos, hay que ser prudentes; todo puede suceder.
Esto de referirse a la Convención como “la fiesta” es un poco peyorativo, no puedo negarlo, como tampoco ignoro que es el tipo de expresión que a buena parte de sus miembros les irrita mucho, a aquellos que se refieren a su trabajo con adjetivos de grandilocuente lirismo, como “proceso histórico” o “única Constitución democrática”. Es tanta la pretensión de excelencia que uno supondría que están llenos de invitaciones para asistir a las mejores universidades de Francia, Inglaterra, Alemania, o de la elegante costa Este de Estados Unidos. Que se haya sabido, nada de eso ha ocurrido; aunque sí, supongo, los redactores de la Constitución boliviana deben sentirse halagados por haber abierto la huella por donde han transitado nuestros convencionales.
Desde luego, “la fiesta” comenzó el recordado 18 de octubre, con la violencia y destrucción que después ha sido valorada por varios constituyentes; siguió con el acuerdo del 15 de noviembre, suscrito con instituciones que estaban de rodillas; luego vino el proceso mismo de la Convención y el gobierno de una coalición del PC con el Frente Amplio. Y, evocando la gran canción de Serrat, por una larga noche nos olvidamos que cada uno es cada cual, pero en algún momento la luz nos anunciará que llegó el final y volveremos a la realidad. Ese es el momento en que, como ocurre con toda fiesta, tomaremos conciencia del costo que tuvo la juerga.
Algo de luz se empieza a asomar tímidamente en el horizonte, una señal de ello es que las encuestas muestren la mayor adhesión del rechazo al “proceso histórico”, pero también se asoma la cuenta que tendremos que pagar los chilenos, especialmente los más pobres, como siempre. Ha bajado el peso, moneda con la que compramos y en la que se mide nuestra mayor o menor riqueza, y que en los últimos dos años, los de la fiesta, ha caído aproximadamente en un treinta por ciento. Estamos habituados a que se informe cuánto subió el dólar; sería mucho más claro que se informara cuánto bajó nuestro peso, para que la gente sepa cuánto cayó su remuneración. Así, ni los ministros de Economía se confundirían.
La inflación no da tregua, con lo que el precio de los combustibles y, por ende, del transporte, están condenados a ir al alza permanente. Me temo que en poco tiempo más no serán treinta pesos, sino varios cientos, lo que subirá el Transantiago. La inflación, sabemos, es el impuesto que pagan los pobres y la clase media más precarizada.
Se dice que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra y yo agregaría que los chilenos somos los únicos que pagamos dolorosamente, cada cierto tiempo, la misma fiesta.
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