Columna de Gonzalo Cordero: Lucro, segunda temporada
La polémica de la semana fue la filtración de la remuneración que tuvo Marcela Cubillos en la Universidad San Sebastián mientras ejerció actividades académicas en dicha casa de estudios. El problema es simple en su enunciación, pero de complejas consecuencias. ¿Puede una universidad privada pactar libremente las condiciones de trabajo con sus colaboradores? La respuesta casi unánime del sistema político ha sido que no. Algunos dijeron que la remuneración conocida es excesiva y demandaron explicaciones, otros presentaron una denuncia al Ministerio Público.
Lo importante, al menos en este espacio, no es entrar en la casuística, sino analizar el problema desde el punto de vista de los principios. En primer lugar, sorprende que nadie haya reparado en que exponer la remuneración de una persona es un acto ilegítimo, una invasión de su privacidad. Los mismos parlamentarios que presentan y aprueban leyes que resguardan la privacidad de los datos personales hoy no reparan en esos “detalles”.
La intimidad es un derecho fundamental, la privacidad de la remuneración de una persona, cómo gasta sus ingresos, sus hábitos en distintos aspectos, son condiciones esenciales de la libertad individual. La película “La vida de los otros” muestra de manera brutal la invasión de la intimidad que ejercía la policía secreta de Alemania Oriental.
Las universidades -nos dicen con impostada solemnidad- reciben fondos públicos. Por ende, todos tendríamos derecho a fisgonear en sus remuneraciones, evaluar sus criterios de contratación y los políticos tendrían derecho a exigir explicaciones, juzgar si es “mucho”. Es que, tal parece, creen que ellos son el Estado. “Donde existe la misma razón se aplica la misma disposición”, dice el aforismo jurídico. Así es que las clínicas (Fonasa), las empresas constructoras (subsidios habitacionales), los medios de comunicación que emiten campañas financiadas con recursos públicos y varios otros casos, vayan mirando lo que pagan a sus gerentes.
Estimado lector, ¿recuerda usted cuando se decía, como imperativo moral, que “con recursos públicos no se puede lucrar”? Ese discurso tuvo éxito, la educación particular, a distintos niveles, sufrió un golpe demoledor. Pero, incluso más allá de eso, el estigma, la mirada punitiva sobre la ganancia se expandió como mancha de aceite. El país retrocedió en pocos meses lo que había avanzado en décadas en el valor de la libertad como principio inspirador del orden social.
Este episodio, al estilo de cualquier serie de Netflix, ha derivado en una suerte de segunda temporada de aquella del “Lucro”. Ahora ya no se trata solo de prohibir que quienes invierten en la provisión de derechos sociales puedan obtener utilidades, ahora también deben asumir que están limitados en la administración de sus emprendimientos. Las remuneraciones deben ajustarse a criterios que se le impondrán desde afuera, los políticos definirán la diferencia entre libertad y libertinaje. A mí eso me suena a socialismo, pero son ideas mías no más.
Por Gonzalo Cordero, abogado