Columna de Óscar Contardo: Francamente laico



Durante la última cuenta pública el Presidente Gabriel Boric anunció el envío de un proyecto de aborto legal y otro de eutanasia. El sacerdote Fernando Chomalí, arzobispo de Santiago, reaccionó publicando una columna de opinión en el sitio El Líbero titulada “Cuidemos la vida del que está por nacer”. En el texto critica el proyecto de aborto legal desde la perspectiva católica, pronosticando que “aprobar el aborto en Chile será una involución para la sociedad”. Para sostener esta última aseveración el arzobispo no ofrece ningún ejemplo que sirva como respaldo sobre el modo en que una legislación como la anunciada haya significado un retroceso para algún país. Fernando Chomalí puntualiza su reflexión con la siguiente frase: “Por último, es cierto que Chile es un país laico, pero no antirreligioso. Quienes argumentan la laicidad del Estado para defender sus posturas ideológicas no lo hicieron cuando la Iglesia defendió los derechos de tantas personas a las que se les conculcaron sus derechos ferozmente. ¿Por qué habrían de recordarlo ahora? Eso no se entiende y sería bueno que lo aclaren”. Tiene razón el arzobispo en la primera frase, “laico” no es lo mismo que antirreligioso. De hecho, “laico” quiere decir “independiente del clero”, y “clero” no es sinónimo de religión: la estructura de la jerarquía católica tiene más que ver con el imperio romano y el poder político que con los Evangelios y la fe. Quienes invocan la laicidad lo hacen para recordar que la opinión de la jerarquía religiosa es una entre otras tantas. El problema es la oración siguiente. El arzobispo Chomalí recuerda de modo implícito cómo una parte de la Iglesia Católica protegió la vida de personas perseguidas por la dictadura. La reflexión contiene un supuesto complejo: que quien reciba auxilio de una organización religiosa y aspire a un Estado laico debiera inhibirse de expresar desacuerdo sobre ciertos temas con esa organización. De lo contrario debe ofrecer explicaciones.

En octubre de 2003 entrevisté al abogado José Zalaquett, quien había sido distinguido con el Premio Nacional de Humanidades por su rol en la protección de los derechos humanos en dictadura. En aquella entrevista, publicada en El Mercurio, le pregunté a Zalaquett por el papel que la Iglesia Católica cumplió, a través de la Vicaría de la Solidaridad, en la protección de los perseguidos por el régimen. El abogado respondió lo siguiente: “En Chile, digámoslo francamente, la actividad de la Iglesia en esta materia comienza con sólo ocho de los 33 obispos proveyendo de este paraguas. La salvedad es que uno de ellos era el arzobispo de Santiago. La acción de la Iglesia, entonces, actúa subsidiando la incapacidad de la sociedad civil para manejar la crisis y respondiendo al mandato de ayudar al caído”. La opción por ayudar a los perseguidos no fue un acto calculado a cambio de una adhesión doctrinaria, sino un gesto relacionado con un mensaje propio del cristianismo: tenderle una mano al desvalido. En la misma entrevista le pregunté a Zalaquett si él pensaba que tras la dictadura la Iglesia Católica había abrazado posiciones más conservadoras, y el abogado dijo lo siguiente: “No es que la Iglesia esté cobrando aquello que ganó jugándose por los derechos humanos, sino que ocupó un vacío institucional que se había creado para proveer una labor humanitaria, y culminada esa emergencia regresó a su posición de siempre”.

El arzobispo Fernando Chomalí tiene razón cuando menciona la importancia del catolicismo en nuestra cultura. Es una realidad independiente de la religiosidad de cada quien. Elude mencionar, eso sí, la manera en que durante el retorno a la democracia la institución no solo ejerció el poder que le daba la tradición y la historia, sino que fue mucho más allá y frenó debates legítimos, descalificó críticas y presionó a los representantes políticos del minuto para detener cualquier cambio en asuntos que tenían que ver con derechos y libertades públicas en una democracia moderna. El lenguaje usado para hacerlo no fue respetuoso: hablaron de mensajes satánicos, de personas desviadas, de depravados y de grupos que promovían “la cultura de la muerte”. Hubo censura artística y fueron boicoteadas campañas de salud pública y de educación sexual. Ese poder para controlar el debate solo disminuyó a partir de 2002, cuando las primeras denuncias de abusos sexuales cometidos por miembros del clero local se hicieron públicas. La reacción de la institución fue primero negar que tal cosa estuviera ocurriendo, proteger a los agresores y desacreditar a las víctimas.

Hasta hoy, los sobrevivientes de abuso clerical no logran que el Estado se haga cargo -a través de una comisión de verdad- de una crisis provocada por una institución que ha eludido cuanto ha podido su responsabilidad en el daño causado. Hay demasiadas autoridades religiosas que, teniendo información, guardan silencio, como si la verdad de los hechos fuera perjudicial para la fe que dicen defender. Y no tendría por qué ser así, no son asuntos excluyentes. Como no lo es el derecho del arzobispo Fernando Chomalí a difundir la opinión de la Iglesia Católica sobre determinados proyectos de ley, con el derecho de la ciudadanía a conocer el alcance real de los abusos cometidos por sacerdotes y religiosos. Tampoco es excluyente que los sobrevivientes de abuso merezcan justicia, con el derecho de los ciudadanos y ciudadanas a sostener debates francos, argumentados y respetuosos sobre temas como el aborto y la eutanasia. No es excluyente defender una creencia religiosa -sus límites y prohibiciones- con respetar la opinión y forma de vida de aquellos que obedecen la ley, honran la democracia, pero no comparten la misma fe. Es nada más ni nada menos lo que uno esperaría en un Estado laico.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.