Columna de Pablo González: Mala calidad de nuestra política



Convocar a una comisión que evacuará propuestas para regular mejor la relación entre las fundaciones y el Estado es una respuesta tímida, pero acertada frente a la crisis política que vivimos. Acertada, porque es un buen momento para hacer una puesta al día sobre la regulación en esta materia y porque necesitamos fortalecer las asociaciones voluntarias, el capital social y la solidaridad. Tímida, porque estos escándalos son solo la punta de un iceberg que hace tiempo destruye nuestra institucionalidad y, con ello, las posibilidades de resolver los problemas reales de las personas. Se trata de la mala calidad de nuestra política, nada nuevo si se lee el discurso sobre “la crisis moral de la República” de Mac-Iver (en 1900). Los escándalos, además, salpican un proceso clave: la descentralización, al validar el temor de la captura por grupos de poder regional. Un área donde la mala política ha hecho de las suyas: ausencia de una visión estratégica de largo plazo y falta de diseño sistémico de instituciones, ámbito donde menos se ha avanzado en la implementación de las recomendaciones de la Comisión Engel.

Si hubo ilícitos, estos serán sancionados, pero lo que la legislación no puede garantizar es que la acción del Estado y de las fundaciones esté alineada con el bien común. Además de la satisfacción de las preferencias materiales individuales, que logra el mercado, el bien común consiste en necesidades individuales que no pueden ser atendidas por mercados (como la seguridad humana y la dignidad), la expansión de las libertades del ser y del hacer, el respeto de los derechos individuales y colectivos, y el conjunto de objetivos y principios que deseamos orienten nuestras políticas públicas (como la cohesión social o la equidad). En este terreno trabajan las fundaciones, que colaboran con el Estado en la solución de distintos problemas que el mercado no puede resolver.

Los desafíos complejos del presente requieren diseñar adecuadamente esa colaboración. El desafío de la pobreza multidimensional, por ejemplo, necesita el actuar conjunto de muchas agencias del Estado, universidades y organizaciones de la sociedad civil para optimizar la respuesta frente a este problema, como lo intentó el programa Compromiso País. Una respuesta adecuada a los desafíos que nuestra sociedad debe enfrentar requiere, primero, definir esos desafíos, y, segundo, convocar a todos los que pueden aportar a resolverlos; establecer las contribuciones de cada uno, diseñar una gobernanza en red, y los mecanismos de control de gestión y aprendizaje necesarios para la optimización de la cadena de valor. La participación social, especialmente en los territorios, es el mejor mecanismo para asegurar pertinencia, eficiencia, legitimidad y probidad de las soluciones implementadas.

Ojalá la comisión pueda trascender los límites de su mandato, no solo truncado por sus objetivos sino también por sus principios -que omiten principios claves como la legitimidad- y realice una propuesta que logre resolver el problema de fondo. Un ente regulador de las fundaciones y transparencia activa de parte de éstas, así como una puesta al día de los procedimientos estratégicos del Estado serán bienvenidas, pero mientras la mala política predomine, los actores con poder encontrarán otros mecanismos para capturar el Estado. La democracia y el desarrollo están en juego.

Por Pablo González, Centro de Sistemas Públicos, Ingeniería Industrial Universidad de Chile

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