Columna de Sebastián Edwards: Las niñas de Vitacura

La Maisonnette.


Hace unos días, un diputado gobiernista, de cuyo nombre no puedo acordarme, declaró que las alumnas de un colegio de Vitacura eran unas privilegiadas. Según él, la ubicación geográfica del establecimiento les aseguraba el éxito en la vida, les abría un mundo de triunfos. Sin hacer ningún esfuerzo llegarían a la cúspide de la pirámide del poder; quizás, incluso, a la Cámara de Diputados y Diputadas. Lo del político no fue una elucubración teórica o conceptual, sino que un insulto directo a las niñas del colegio La Maisonnette, que en ese momento visitaban el hemiciclo y se encontraban en las galerías escuchando el debate.

Las palabras del honorable encierran prejuicio e intolerancia. También despliegan ignorancia y flojera. El diputado de marras no se preocupó por informarse sobre el origen, la filosofía educativa, o la historia del establecimiento. Bastó que estuviera ubicado en una de las “tres comunas” para que lanzara su diatriba. El honorable disparó al voleo, con la esperanza de que sus partidarios lo felicitaran por su aguerrida intervención contra niñas sin derecho a réplica. Algunos podrían calificar el acto como cobardía; a mi me parece que además es una tontería. Como bien dijo la periodista Priscilla Vargas, las palabras del parlamentario incitan al resentimiento.

Aunque nunca fui una niña, soy exalumno de La Maisonnette. Estuve en ese colegio, durante cuatro años, entre prekinder y segunda preparatoria.

Mi abuela Gabriela Yáñez fundó La Maisonnette en 1935, cuando se percató que todos los establecimientos eran severos y autoritarios. Ella quería un colegio laico y de niñas, basado en el método Montessori. Lo fundamental, decía, era que las niñas fueran felices; sólo así iban a aprender las diferentes materias y llegar a ser independientes. Desde el primer día aceptó a hijas de padres separados – una rareza en esa época – y a niñas que habían tenido problemas de conducta en colegios de monjas o en liceos fiscales, o dificultades de aprendizaje. Era un establecimiento abierto y flexible, pragmático y moderno.

El profesorado estaba formado por un grupo ecléctico que incluía a abogados, filósofos, especialistas universitarios, exilados de la República española, y una gran cantidad de emigrantes llegados desde Ucrania o Estonia, Armenia o Argentina. Marta Rivas, la abuela de Rafael Gumucio, fue una de las profesoras más queridas. También lo fue el historiador español Leopoldo Castedo. En La Maisonnette todo parecía posible.

A fines de los años 1950, cuando llegó el momento de que yo fuera al colegio, mi mamá enfrentó una disyuntiva; no estaba segura si mandarme al colegio de mi padre o a algún otro lugar. Lo conversó con mi abuela, quien sin vacilar dijo: “Pero que pregunta tan extraña. Tiene que venir a nuestro colegio”. Mi mamá respondió que sería raro que hubiera tan sólo un varón entre 500 niñas. Mi abuela se rio de buena gana y dijo: “Muy fácil, admitimos a otros niños”. Y así fue como durante cuatro años, fuimos cuatro niños en un mar de niñas inteligentes, amables y felices. En esos años el colegio quedaba en La Concepción, casi al llegar a la Costanera Andrés Bello, en una casa antigua cuyos salones y dormitorios habían sido readaptados como salas de clases, y a la que le agregaron todo tipo de estructuras para acomodar a más niñas.

La Maisonnette era un colegio en el que no había castigos, amenazas o recriminaciones. Aprendíamos a través de juegos, cantos, dibujos y pequeñas obras de teatro que íbamos inventando a medida que las representábamos. Urdíamos historias en las que los protagonistas pasaban por infinitas peripecias antes de llegar a su destino y ser felices para siempre. Pintábamos enormes cuadros con témperas de colores brillantes, y usábamos alambres y deshechos para construir esculturas de animales y monstruos, de insectos que no existían en el mundo real pero que habitaban en nuestra imaginación. Recogíamos piedrecitas, cortezas de los árboles y flores, las que guardábamos en unas cajas alargadas de latón, junto con envoltorios de caramelos, botones, bolitas y otros objetos preciados e inservibles. Al terminar el día teníamos las manos y los delantales manchados, los zapatos embarrados y las uñas inmundas. Nos lavábamos lo mejor que podíamos, y partíamos a nuestras casas con los bolsillos repletos de bichos recogidos en el jardín y de otros trofeos que íbamos coleccionando.

Después de La Concepción el colegio se mudó a la Avenida Pedro de Valdivia, para finalmente, a mediados de los 1960, recalar en Vitacura. En esa época era un descampado, un lugar ultra muros al que era difícil llegar. Las alumnas venían de todos los barrios de la capital o de provincias.

La senadora Isabel Allende dijo que sólo una vez se había enojado con su padre, el ex presidente Salvador Allende. Fue cuando éste decidió cambiarla de colegio, sacarla de la Maisonnette porque no enseñaban suficiente inglés.

Un enorme número de graduadas de La Maisonnette han descollado en la vida profesional, pública, académica, literaria, artística, y deportiva del país. Muchas lo han hecho más allá de nuestras fronteras. Todas gracias a sus propios méritos, a sus esfuerzos, a sus estudios.

Y sí, tuvieron un privilegio: el haber estado en un colegio donde se sentían queridas y respetadas, donde no importaba vencer o ser vencida, donde lo importante era ser grande en la contienda.

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