Cuidar la democracia

Cacerolazo frente a los Militares
FOTO:MARIO DAVILA/AGENCIAUNO


Es difícil escribir cuando una está embargada por la pena. Pena por Chile y también por aquellos que han elegido el camino de la violencia irracional, que no solo destruye los bienes que necesitamos los chilenos para vivir en sociedad, sino que degrada también a aquellos que la emplean. Especial dolor me produce ver a quienes la avalan, a las personas que, por su influencia y lugar en la sociedad deberían ser un ejemplo de diálogo, moderación o espíritu constructivo y que, por intereses pequeños, impulsan o son cómplices de un proceso que se sabe cuándo comienza pero se ignora cómo o cuándo puede terminar. En el mejor de los casos, estas actitudes denotan una frívola irresponsabilidad.

Nunca he escondido mi empatía por las demandas sociales que expresan las protestas (me refiero a los cacerolazos, no a la delincuencia). Chile y el mundo han cambiado y eso exige reformas sociales y un nuevo acuerdo que permita enfrentar la desigualdad y combatir el deterioro del crecimiento que afecta a nuestra sociedad en perjuicio de los más pobres. Para esas tareas, la democracia no es un obstáculo, como piensan los que han elegido a la violencia como medio de expresión, sino el único instrumento civilizado para resolver nuestras legítimas diferencias.

Una sociedad democrática requiere, ciertamente, libertad para expresar las propias opiniones, pero también el respeto al orden público. Sin él, resulta imposible garantizar la seguridad de los ciudadanos y una convivencia adecuada en el país. También exige respetar el resultado de las elecciones y no pretender conseguir por la fuerza aquello que no se obtuvo en las urnas. La democracia supone la renuncia a la violencia para imponer las propias ideas.

Como opositores, tenemos que ser capaces de presentar proyectos que convoquen a nuestros compatriotas. Debemos erradicar la intolerancia y no caer en la fácil tentación de asumir posturas radicales. La democracia es un bien frágil, una excepción en el marco de la historia política de la humanidad, y tenemos el deber de cuidarla. Quienes hemos sufrido las consecuencias de la ruptura de la normalidad democrática debemos empeñarnos especialmente por evitar cualquier actitud que, so pretexto de conseguir otras metas, termine por deteriorarla.

Todo esto supone un mínimo, que es el respeto irrestricto de la legalidad; pero también exige cultivar las buenas maneras políticas. Las descalificaciones no conducen a nada, más bien obstaculizan el diálogo, el entendimiento y la búsqueda conjunta de las mejores soluciones para el país. Por todo lo anterior, pensar en la posibilidad de una huelga general me parece un signo de irresponsabilidad. No es este el momento de huelgas, sino de trabajar juntos, con actitud generosa y amplitud de miras para resolver los graves problemas que aquejan a nuestra sociedad. Los acontecimientos que hemos vivido estos días tienen como víctimas a los más pobres. Esta no es la hora de la destrucción, es la hora de la política.

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