
Cumplir no basta cuando se ha perdido la voz

Apoyar a Jeannette Jara no es, para muchos sectores de la centroizquierda, una decisión trivial. No porque su candidatura resulte tan ajena a sus convicciones, sino porque vuelve a poner sobre la mesa una pregunta que los ha acompañado por años: ¿cuánto más se puede ceder en identidad política para permanecer dentro de una coalición que los necesita, pero no necesariamente los convoca?
La encrucijada que vive hoy el socialismo democrático no se origina en esta primaria, aunque esta la haya vuelto más visible. El punto de inflexión quizás comenzó a delinearse tras la primera vuelta de 2021. Más tarde, el ingreso al gobierno no se dio como expresión de una articulación política sólida, sino desde la lógica de las personas y los cargos. Tal vez fue eso. O quizás una larga serie de decisiones, omisiones y resignaciones acumuladas en el tiempo. Lo cierto es que, sumadas, han llevado al socialismo democrático al lugar incierto en que hoy se encuentra.
Desde el retorno a la democracia, la centroizquierda fue protagonista del crecimiento con equidad, de la modernización del Estado y del pacto institucional. Pero también cultivó una cultura política basada en el diálogo, la responsabilidad y la construcción de mayorías. Fueron sus fortalezas, pero también se convirtieron en blanco de una crítica que no supo enfrentar con claridad ni convicción. Y cuando el Frente Amplio transformó esa crítica en hegemonía dentro del progresismo, buena parte del socialismo democrático respondió con silencio o culpa.
Renegaron de sus reformas, de sus liderazgos, de su visión de Estado. Como si lo construido hubiese sido una traición, y no una contribución real al país. El costo fue alto: pérdida de identidad, de relato y de capacidad para generar confianza. Porque ¿quién puede confiar en quienes reniegan de lo que son sin siquiera haber dado la batalla? Una cosa es transformar una identidad política tras haber pasado por el fuego —muerte, dictadura, exilio— como le ocurrió al socialismo chileno en los años 80. Otra muy distinta es diluirse voluntariamente en la ola de moda. Eso hizo buena parte del socialismo democrático: sin reflexión, sin épica, sin sentido histórico.
Hoy, ese vacío se hace sentir. Las ideas de la centroizquierda —justicia social, derechos garantizados, un Estado activo con foco en el crecimiento— siguen vivas en el imaginario colectivo. Pero sus representantes políticos han perdido credibilidad, porque tambien diluyeron su diferencia en nombre de una unidad sin propósito, más funcional que estratégica.
El dilema, por tanto, no es entre romper o seguir. Es entre permanecer como hasta ahora, salvando posiciones, o atreverse a construir un proyecto propio, con sentido. La historia política chilena e internacional ofrece advertencias claras: las fuerzas que renuncian a su identidad para sobrevivir en el corto plazo terminan condenadas a la irrelevancia. Solo una reconstrucción desde la coherencia —aunque implique conflicto—permite recuperarse.
Cumplir la palabra y respaldar la candidatura oficialista es parte de la responsabilidad asumida. Pero mientras eso ocurre, resulta legítimo —y urgente— que el socialismo democrático se pregunte qué representa hoy. Que reconozca que la fatiga de sus liderazgos no es solo generacional, sino profundamente política: se desconectaron de las emociones, los símbolos y los valores de sus electores. La pregunta de fondo es si seguirá mimetizándose para evitar tensiones o si será capaz de reconstruir algo más difícil y valioso: confianza, adhesión y respeto ciudadano.
Esta reconstruccion no significa volver atrás. Significa volver a tener voz. Volver a encarnar una visión reformista, popular, responsable, pero no subordinada. No es el camino cómodo, pero sí el único si se aspira a un progresismo con densidad, arraigo y futuro.
En tiempos donde casi todo se negocia en función del próximo ciclo electoral, atreverse a elegir el camino difícil puede ser el único gesto verdaderamente estratégico.
Por Natalia Piergentili, directora de asuntos públicos de Feedback.
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