De excesos y cautelas
Pasarse de largo. Si la pregunta es qué ocurre en la cabeza de un cineasta que en la etapa final de su vida intenta darle un brusco giro a su carrera filmando una película que en el fondo refuta su obra anterior, bueno, tal vez el documental From Darkness to Light (2024), siendo interesante, sea poco clarificador. Los hechos que desclasifica la cinta de Eric Fiedler y Michael Lurie son los siguientes. Cuando Jerry Lewis, a comienzos de los 70, estaba cosechando prestigio y popularidad como actor y director -ya se había instalado no solo como un gran cómico sino también, acaso sin saberlo, como un agente encubierto del surrealismo en el cine y como una voz libertaria y anárquica en ese país ordenado y correcto que fue el Estados Unidos de la postguerra- el cineasta quiso coronar su carrera con una película dramática. El día que el payaso lloró era el título. Realización no solo dramática sino trágica. Porque era la historia de un cómico judío que en un campo de concentración termina “alegrándoles” la vida a los niños internados en esos infiernos, precisamente en los momentos en que son conducidos a la cámara de gas. Una historia moralmente irresistible, dramáticamente imbancable, ontológicamente repulsiva. ¿Cómo se le pudo ocurrir a Lewis que de ahí podía salir una película viable y congruente con su talento? De hecho, en Hollywood nadie estuvo dispuesto a financiársela. Por eso tuvo que partir a Europa para sacar adelante el proyecto. Golpeó muchas puertas y al final terminó rodándola con productores suecos y franceses no profesionales, verdaderos tránsfugas del negocio, que desertaron cuando se dieron cuenta que el proyecto no olía bien e iba directo al naufragio. Aunque estaba a punto de ser concluida, la película nunca se terminó y acabó en tribunales. Los productores ni siquiera habían tomado el resguardo de comprar los derechos de la novela sobre la cual se basaba. Todo se había hecho en términos improvisados y chapuceros. A Lewis no le quedó otra que dar vuelta la página y convencerse de que la experiencia había sido un disparate, en todo sentido. Es cierto que 15 años después el mundo se sobrecogió con La vida es bella, realización ciertamente sobrevalorada y bastante mentirosa. Pero concebida bajo supuestos éticos distintos. En la cinta de Roberto Benigni lo que intenta el protagonista es camuflarle a su hijo el horror de un campo de concentración con travesuras y payasadas. Acá el protagonista sabe que se está prestando para que el asesinato de los niños sea menos “doloroso”, por así decirlo. Es difícil concebir obscenidad mayor. Ciertamente todo fue un gran error. Lewis se confundió, se extravió; él mismo se dio cuenta y fue capaz de reponerse. Tuvo tiempo de sobra de hacerlo puesto que murió en 2017 a los 91 años. La idea de cerrar su carrera con un papel serio y dramático no vino de este fracasado proyecto sino del papel que Martin Scorsese le asignó en El rey de la comedia y que correspondió a una gran actuación suya. Lo único que dejó en claro la desafortunada experiencia de Lewis es que un gran artista siempre puede perder la brújula. Ahí está el problema: siempre.
Quedarse corto. Son pocos los escritores que han logrado cetros de prestigio y popularidad parecidos a los que tuvo en su momento Stefan Zweig. Hoy el escritor sigue siendo recordado por su extraordinaria biografía de Fouché, por su notable libro de memorias (El mundo de ayer), por varias novelas inolvidables (Impaciencia del corazón, Cartas de una desconocida, 24 horas en la vida de una mujer) y por diversos libros de viaje y de ensayos. Pero, en su momento, todo lo que salía de su pluma, y vaya que salió bastante, era considerado oro en polvo y genialidad químicamente pura. Hoy desde luego la percepción es distinta. Austriaco de nacimiento, Zweig fue condenado al desarraigo por el Tercer Reich cuando su patria fue anexada por Hitler. Y antes de promediar la Segunda Guerra Mundial el escritor sucumbió a una depresión que lo indujo, en febrero de 1942, a quitarse la vida junto a su mujer en la ciudad de Petrópolis, Brasil, donde el gobierno de Getulio Vargas le había garantizado hospitalidad y protección. Había cumplido hacía poco 60 años. Ella, Lotte Altmann, su pareja desde tres años antes, tenía solo 34. Agudo, inteligente, pacifista convencido, metódico e hijo eximio del crisol cultural que iluminó los días del Imperio Austro-Húngaro, Zweig fue un hombre de muchos méritos, pero entre ellos nunca figuró el coraje político. No obstante ser, como judío y como intelectual ilustrado y liberal, opositor al régimen nazi, en la práctica él nunca se comprometió a fondo, a diferencia de un Thomas Mann, por ejemplo, con la campaña internacional de resistencia a Hitler. Y respecto de la Unión Soviética y del estalinismo, a pesar de haberla visitado en 1928, cuando ya el culto a la personalidad y el despotismo estaban instalados, tampoco tuvo mayores condenas o reproches. Nunca más cierta, respecto de él, la frase de su compatriota, el cineasta Billy Wilder: “Nadie es perfecto”.
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