Opinión

Desapego democrático

FOTO: REINALDO UBILLA / LA TERCERA

La última encuesta CEP revela un cruce de datos preocupante: mientras el porcentaje de entrevistados que considera preferible la democracia a cualquier otra forma de gobierno (un 44%) ha bajado sostenidamente desde 2019, el de aquellos que creen que “da lo mismo un régimen democrático que uno autoritario” ha crecido 10 puntos en solo 2 años. No se trata entonces de que haya un grupo importante de personas que, ante los problemas que enfrentamos, piense necesaria –circunstancialmente– una alternativa distinta, sino de que ya no se sabe bien por qué la democracia sería mejor. Sea por indiferencia, desilusión o resignación, para un 34% de los encuestados no hay nada sustantivo en el hecho de vivir o no en democracia. Sencillamente, en el día a día, el efecto valioso de ello no se nota.

No es claro hasta qué punto le hemos tomado el peso a estos datos. Tal vez porque ya estamos acostumbrados; hace tiempo no tenemos cifras auspiciosas en la adhesión general a la democracia, por lo que quizás no quede más opción que asistir a su inevitable crisis, sin saber muy bien cómo revertirla. Otros creen que es el malestar característico de nuestra era y que debemos simplemente aprender a administrarlo, asumiendo que no desaparecerá. Pero ocurre también que la discusión pública suele coparse con otros temas: una vez publicados los resultados de la encuesta CEP esta semana, la atención se concentró en la (mala) evaluación del gobierno, en los favoritos para la presidencial y en el buen momento que estarían viviendo las derechas. Tiene sentido el sesgo estando en medio de un nuevo ciclo electoral, pero son justamente aquellos que aspiran a llegar a La Moneda los que debieran interesarse más en poner estos datos sobre la mesa: es ese el ánimo ciudadano con el que tendrán que gobernar. Podrá parecer conveniente aprovecharlo en campaña para movilizar contra los adversarios, pero cuesta imaginar una disposición más difícil de conducir una vez que se está en el poder. Allí el desapego puede volverse directamente contra ellos.

Esto conviene recordarlo a todos los actores políticos. A quienes respiran tranquilos al ver el estancamiento de Johannes Kaiser en los estudios de opinión, como si el problema residiera únicamente en la oferta disponible (y únicamente en la denominada ultraderecha). A aquellos que azuzan el enojo y el desapego queriendo reivindicar el ánimo ciudadano, pero sin demasiadas preguntas respecto de cómo ello se armoniza con el cuidado de las instituciones que tenemos. Y conviene recordárselo también a los que están hoy en el poder, cuya dureza para evaluar las amenazas de sus adversarios es inversamente proporcional a la liviandad con la que revisan sus propios actos. El actual gobierno tiene ejemplos de sobra para confirmar esto, pero basta recordar un último episodio: un ministro de Estado reconociendo que una ley ya votada (y con sus problemáticas consecuencias evidenciadas) fue legislada con información incorrecta. Si acaso vivimos problemas complejos e inéditos; si acaso la democracia tiene, a pesar de sus valores irreemplazables, déficits insuperables y tensiones constitutivas, necesitamos autoridades exigentes, rigurosas y carismáticas, que encarnen a diario el estándar correspondiente al poder del que disponen. Los resultados de la encuesta CEP son tristemente generosos en esto: de todos los que reciben altos sueldos, los políticos son los que provocan mayor indignación. Esto debiera conducir hacia una actitud –poco común– prudente y humilde. Porque el mismo estudio muestra que, habiendo favoritos, más de la mitad de los encuestados no sabe por quién votará a fin de año. Tal vez sean los mismos que no saben ya tampoco por qué la democracia es mejor que cualquier otra forma de convivencia política. Su adhesión está así completamente disponible. Habrá que ver quién logra finalmente convocarlos.

Por Josefina Araos, investigadora IES

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