Dilemas del socialismo democrático
¿Ser o no ser? El Socialismo Democrático enfrenta esta elección 2025 con varias preguntas shakespereanas. Existir o no existir, cada partido, la primera. Ser o no ser un conglomerado conjunto -la suma de los cuatro partidos que conforman el Socialismo Democrático-, la segunda. Ser o no ser parte de la coalición actual de izquierda, junto con el Frente Amplio y el PC. La cuarta pregunta es la más importante: ser o no ser socialdemócratas, y qué significa serlo en el siglo XXI.
Recordemos las debacles -electorales, anímicas, existenciales- que arrastra el SD, después de gobernar tan exitosamente durante 20 años seguidos. En la elección de 2021, su candidata, la senadora Yasna Provoste, sacó solo el 11%. Los SD optaron por apoyar, incondicionalmente y de inmediato, a Gabriel Boric en el balotaje contra Kast. Tal gesto no rindió mucho: los confinaron al anillo periférico en el diseño original, lejos del hegemónico de Apruebo Dignidad. Entraron al gobierno -salvo la excepción de Marcel- como invitados, como visitas -algunos dirán: como allegados-. Tras el plebiscito en que la Constitución propuesta por la Convención quedó derrotada por un 62%, saltaron al anillo principal, ocupando posiciones clave. Más importante aún: consiguieron la confianza presidencial.
La derecha lo olvida a menudo, pero Boric podría no haber reaccionado a la derrota constitucional como lo hizo, socialdemocratizándose. Podría -a lo Petro- haberse radicalizado. No lo hizo, por necesidad, sí, por su propia convicción, también, pero sin duda porque los cuadros socialdemocráticos le merecieron confianza, no solo la personal, sino la política. Confió en el criterio de Marcel, de Tohá, de Cordero, de Van Klaveren y de los demás exconcertacionistas. No siempre, no 24/7 -ningún presidente, podría argüirse, lo hace-, pero bastante. Lo suficiente para que, moros y cristianos, reconozcan el valor y la importancia del paso de la dupla Tohá-Marcel por el gobierno. Basta pensar qué habría pasado sin ellos ahí.
Pero esa labor relevante, la revalorización de las canas y las corbatas del SD, no significó, empero, lograr el liderazgo de esta coalición SD-FA-PC. Dolió la envergadura de la derrota de Tohá frente a Jara en las primarias oficialistas, y especialmente la rudeza con que ella y su sector fueron tratados en aquella campaña.
Algunos dieron, en ese momento, por muerto al Socialismo Democrático como tal. O con respirador artificial.
En esta elección 2025, entonces, el SD se juega si sigue existiendo. En el plano material, si el PPD, P. Liberal y P. Radical alcanzan o no el umbral de existencia. El PS, el partido eje del SD, debe ver a cuántos asientos llega. Mantener 12 diputados actuales se ve difícil, pero si saca bajo nueve se alterará, sin duda, la interna. Especialmente si la senadora Vodanovic no resulta electa en el Maule. Y si pierde ella y gana Beatriz Sánchez será debacle.
Porque el SD se juega, también, su lugar dentro de la hegemonía de la izquierda. O, al menos, por tener un piso de dignidad que permita mirar de igual a igual a Apruebo Dignidad, el PC y el FA.
Pero urgente y dramática como es la pregunta por el existir, la pregunta de fondo del Socialismo Democrático (y, por cierto, de todas las izquierdas) es por el ser. Más allá de cuánto poder logren acumular, la pregunta pendiente es para qué acumular ese poder. Cuál es la identidad, en este caso, de la socialdemocracia, una cuestión que la lucha por la sobrevivencia no ha dejado espacio para contestar, pero que es fundamental. En un momento de auge de las derechas radicales o extremas en todo el mundo, los partidos progresistas de corte socialdemócrata se están preguntando con bastante prioridad qué son, qué deben ser, cómo reconectarse con los electores perdidos, pero de un modo coherente con los valores de la socialdemocracia, por cierto. La socialdemocracia no es un apodo, como dice Ernesto Ottone. Tampoco es un adjetivo, ni un bastón, ni un modo de descafeinar propuestas más radicales. Es un ideario social, político y económico, de raíces en el siglo XIX, de amplio desarrollo en el siglo XX, especialmente en la Europa de la posguerra, y con un futuro incierto en el siglo XXI, un siglo polarizado, tribal y rabioso.
Entonces, más allá de si los socialistas democráticos logran juntar votos suficientes en el Congreso para acumular un nivel mínimo y básico de poder que permita incidir, sus cuadros deben exigirse también poder explicar a la sociedad por qué quieren acumular ese poder, cuál es su propuesta distintiva para los problemas de la ciudadanía hoy. Ciertos parlamentarios, por ejemplo, parecen no realmente entender -o valorar- la visión socialdemócrata. Las ideas, más bien la falta de ellas, denotan esa ignorancia o indiferencia. Lo mismo pasa con la tentación populista, y hasta ciertos modos de tratar al adversario (o al aliado: los insultos del diputado Manouchehri a la senadora Provoste son una muestra de aquello).
En definitiva, más allá del conteo de votos de hoy, la encrucijada del llamado Socialismo Democrático pasa porque la pregunta por existir -o por seguir existiendo- no postergue la pregunta de para qué.
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