
Estallido y pandemia de odio nacional
Para efectos de la comunicación, se deben seguir dos formas de aproximación y preguntarse, por una parte, por qué una persona puede odiar tanto como para destruir o incitar a la violencia, sin importarle a quiénes afecta; y, por otra, qué ha hecho la elite para ser tan odiada.

Como fenómeno social, el estallido de octubre tiene una explicación multicausal, siendo imposible aislar factores y ponderarlos separadamente, algunos de los cuales siguen manifestándose en la pandemia que estamos enfrentando.
Desde la perspectiva de la comunicación, con el fin de lograr acuerdos, es importante considerar qué sucede en la mente de los públicos a los que es necesario dirigirse, más aún tratándose de una crisis (al principio social y ahora también sanitaria). Esto exige un profundo diagnóstico de las causas y, sobre todo, de las emociones involucradas. Por esto, la comunicación juega un rol atenuando o agravando los efectos de una crisis. Una de estas causas, abordada en algunos análisis -pero no desde la comunicación- es la rabia, el resentimiento y, especialmente, el odio.
Una tendencia creciente en las crisis es que una de las partes no tiene interés en negociar ni llegar a acuerdos, porque su objetivo es que la contraparte fracase o deje de existir. Antecedente esencial al definir una estrategia y su comunicación. Asimismo, es fundamental tener claros los estados emocionales de dicha parte, que influirán en la forma en que interpretará las acciones y discursos que recibe. No basta, entonces, con decir “estos me odian”, “tienen rabia” o “son unos resentidos”.
Al observar los rayados, las pancartas y escuchar los gritos y proclamas, surgen la rabia, el resentimiento y el odio como causas necesarias de analizar, ya que no se resolverán económica ni comunicacionalmente. Algunos discursos -repetidos como letanías- más que apaciguar, acrecentaron sobre todo el odio hacia ciertas personas, hacia la elite y hacia instituciones o bienes que se perciben como “representantes” de ella.
Era conocida y hasta “normal” la existencia de ciertos niveles de rabia o resentimiento, en rangos que se suponía que no afectaban la cohesión social, pero hasta ahora no se había dado el paso a que se manifestara el odio. La RAE define la rabia como “ira, enojo, enfado grande” o “tenerle odio o mala voluntad”, similar a “tener sentimiento, pesar o enojo por algo”, que es la definición de resentimiento. Pero el odio, lo define como “antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea”. El paso al odio es lo que se traduce en la voluntad de dañar tanto a bienes como personas, que simbolizan el “enemigo” al que se le desea el mal.
Para efectos de la comunicación, se deben seguir dos formas de aproximación y preguntarse, por una parte, por qué una persona puede odiar tanto como para destruir o incitar a la violencia, sin importarle a quiénes afecta; y, por otra, qué ha hecho la elite para ser tan odiada. Ambos fenómenos no son locales, pero tienen elementos que han contribuido para que la versión chilena tenga sus particularidades.
Sobre el primer fenómeno, si bien la psicología tiene explicaciones, nos limitaremos a Black Mirror: “Odio Nacional” (T3:E6). El filósofo argentino, Esteban Lerardo (“Sociedad Pantalla”) afirma que el odio que se manifiesta a través de las redes sociales es una “promoción de la división y del enfrentamiento continuo”, contribuyendo a “la tendencia irreversible del aborrecimiento”.
La serie -continúa- hace hincapié en “la actitud odiosa multiplicada por las redes sociales. Las redes intoxicadas de odio desbordado que muestran otra contradicción de la civilización: avance tecnológico veloz y, a la vez, regresión emocional por los sentimientos hostiles desatados (…) La cultura digital y su pulsión regresiva: la libertad para agredir, insultar, despreciar, muchas veces desde el anonimato de perfiles falsos; libertad para el odio digitalizado”.
Lerardo, así, busca poner el acento en una “psicología resentida”, sabiendo que “la navaja del resentimiento siempre atravesó el cuello de la historia; pero nunca contó con el poder de la más alta tecnología para agredir y violentar”. Por último, muestra que “el odio en las redes tendrá consecuencias en el mundo verdadero; el paso del odio virtual a un rencor con efectos en el mundo físico”. Eso estaríamos viviendo en nuestro país.
Pero no es suficiente con observar a los que odian. La otra perspectiva es analizar qué mérito han hecho las elites para que existan esos niveles de rabia, resentimiento y, ahora, odio hacia ella.
Mérito se venía haciendo, desde hace un tiempo, y lo anticipaba Catalina Siles, en “Desigualdad, elites y encuentro. Desafíos para la cohesión social” (Estudios Públicos 149, 2018). Ahí afirma que “en lugar de acercarse al resto de sus conciudadanos como parte del proceso democrático, pareciera que se mantiene una suerte de abismo entre las elites y el resto de los sectores sociales. Y si esto es así, proponemos, podría llegar a tener consecuencias sobre la posibilidad de construir un proyecto común, generando finalmente un debilitamiento de la cohesión social”. Ello se explicaría “en la dificultad de generar experiencias compartidas y en un escaso interés por un bien común”.
Para sostener lo anterior, recurre a Murray (“Coming Apart”) y a Lasch (“La revolución de las elites”), quienes describen “el surgimiento… de una nueva clase alta… que ha tendido a distanciarse del modo de vida norteamericano, hasta el punto de volverse culturalmente irreconocible para el ciudadano común y corriente… un grupo más rico, con una alta formación universitaria y profesional, segregado y fuertemente endogámico… lo caracteriza una creciente ignorancia respecto del país que manejan” y que “ nunca habían estado tan peligrosamente aislados de su alrededor, de la vida común de los ciudadanos, como en la actualidad”.
Un desafío de la comunicación es cubrir la brecha entre lo que realmente podemos hacer y las expectativas que existen en los públicos. Es así como la denominada “Agenda Social” del Gobierno puede apuntar a corregir las desigualdades, pero está lejos de solucionar el reclamo de “dignidad” o de aplacar la rabia y el resentimiento y dejar sin sustento el odio.
Asimismo, la comunicación requiere comportamientos, encuadres y acciones, que también comunican. Esto faltó en la comunicación de la Iglesia, de los políticos o de los empresarios. Basta observarlos en las encuestas para entender cómo esa omisión golpea directamente sus niveles de confianza, esencial para la cohesión social.
Para que la gente confíe debe existir transparencia, competencia, compromiso y empatía, atributos que han brillado por su ausencia. La empatía -por ejemplo- se vio fuertemente afectada en los meses previos al estallido, con declaraciones que sólo sirvieron para reforzar los prejuicios hacia las elites.
Llevado a la situación de violencia, no basta con declaraciones tibias y excesivamente matizadas. Es necesario ser transparentes en las posiciones, mostrar competencia para abordar los desafíos del país, un verdadero compromiso con la paz social y empatía con los ciudadanos, de tal forma que la opinión pública asuma, con nítida claridad, un mensaje de rechazo a la violencia y, sobre todo, al odio.
La sola existencia de un ambiente de odio impide la deliberación de las personas y es campo fértil para la demagogia y el populismo. De no abordar esta situación, se mantendrá un clima de opinión que ahora dificulta la gestión de la crisis sanitaria, y luego hará lo mismo con la recuperación económica, la legitimidad del plebiscito y todo lo que venga después.
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