
Ideas vivas, partidos muertos: el socialismo democrático ante su espejo

En política no basta con tener razón: hay que tener fuerza. Y hoy, el llamado socialismo democrático no tiene ninguna. Más que una corriente articulada, parece un eco disperso de otro tiempo. La derrota electoral —y, sobre todo, la derrota en capacidad de movilización— en las primarias presidenciales confirma lo que muchos intuían: como conjunto de partidos, como bloque coherente, el socialismo democrático ya no existe.
No se trata solo de un mal momento. Lo que se ha quebrado es la confianza pública en esas organizaciones. Sus marcas no convocan, sus liderazgos no entusiasman, y su relato aparece borroso o, simplemente, ausente.
El problema no es qué le ofrecemos a la ciudadanía. Las ideas del socialismo democrático —justicia social, derechos garantizados, un Estado presente pero no asfixiante, crecimiento y seguridad- siguen vivas en el imaginario colectivo. Lo que está muerto es quien las representa.
Hoy, el socialismo democrático no es una fuerza política, es un recuerdo con cuenta de Twitter. No hay relato común, no hay liderazgo convocante, no hay movilización. Solo una suma de partidos desfondados que insisten en administrar lo que ya no controlan, defendiendo cuotas mientras pierden sentido.
Y sin embargo, sería un error decretar la muerte del socialismo democrático como idea. Si pasamos del análisis político a una mirada más sociológica, el panorama se matiza: en Chile persisten muchas de las convicciones que han nutrido históricamente esa tradición. El valor de lo público, la importancia de la equidad, el rol del Estado como garante de derechos y libertades. Esa visión de país no ha desaparecido. Lo que no tiene hoy es una expresión política con credibilidad.
Ahí está la paradoja: ideas vivas, partidos muertos. El problema no es la demanda social por justicia, sino su representación política. La crisis no está en el horizonte que se propone, sino en quién lo propone. Y cuando el emisor está desacreditado, el mensaje simplemente no llega.
El desafío no es inventar una nueva oferta, sino reconstruir la legitimidad para sostener la que ya existe. La credibilidad perdida no se recupera con slogans ni performance de redes sociales. Se reconstruye desde abajo, reconectando con los malestares y anhelos del presente. La tecnocracia no moviliza. Y una política que solo administra, sin identidad ni sentido, se vuelve irrelevante.
El socialismo democrático necesita volver a narrar un futuro. Pero para eso requiere entre otras cosas, dejar de mirar por el retrovisor, abrirse a nuevas trayectorias, liderazgos y formas de hacer política. Y, sobre todo, estar dispuesto a soltar el control de aquello que ya no controla.
La pregunta no es si el socialismo democrático puede volver. Es si tiene el coraje político —y la humildad histórica— para transformarse lo suficiente para ofrecer futuro, ya que sin eso, seguirá siendo apenas un testimonio con buena prensa… y sin calle.
Por Natalia Piergentili, directora de asuntos públicos Feedback
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