La Araucanía necesita un estado de conexión



Por Andrea Parra, diputada

El gobierno del Presidente Piñera partió prometiendo paz en La Araucanía y nos está devolviendo una región en medio del caos. Mirado en retrospectiva, no podía ser de otra forma.

Todo comenzó con una fracasada consulta indígena, cuyo objetivo era flexibilizar la tenencia de esas tierras para permitir arriendos que la hicieran “más productiva”, desconociendo la cosmovisión de los pueblos originarios. Entre medio, el mismísimo Presidente dio el vamos a una política represiva con lógica de guerra que tuvo como saldo la muerte de Camilo Catrillanca y un quiebre absoluto de las confianzas. Como corolario, la pandemia y su estado de excepción constitucional ensalzaron en La Moneda la idea de que el conflicto podía resolverse a punta de militarizar el territorio.

Hace pocos días, como si no fuera suficiente con las advertencias del propio Ejército, la Contraloría dio el golpe de gracia a esa estrategia, tras el dictamen que objeta el decreto N° 249 del Ministerio del Interior, el cual buscaba la colaboración de las Fuerzas Armadas en materias de orden público en La Araucanía y el Biobío. “La autorización que se viene otorgando para habilitar el involucramiento de las Fuerzas Armadas en labores de prevención de delitos (…) implica alterar la distribución de competencias consagradas en el citado artículo 101 de la Constitución”, señala el documento, algo que el gobierno se niega a entender, amenazando ahora con el Tribunal Constitucional.

Basta ver el avance de la violencia para darse cuenta que la pura estrategia represiva ha sido un fracaso.

El problema de fondo en La Araucanía -más allá de que evidentemente todos los actos delictuales deben ser duramente condenados- es territorial. Y en ese frente el gobierno decidió recorrer el camino del retroceso. Según cifras de la Dirección de Presupuestos, durante esta administración, el Fondo de Aguas y Tierras de la Conadi -destinado a restitución territorial-, además de disminuir en magnitud, ha sufrido una verdadera caída libre en sus porcentajes de ejecución: del 99% en 2018 pasamos a un 25% en 2020. Son fondos disponibles para ayudar a solucionar un conflicto que no están siendo utilizados en ello. Curiosamente, el año 2019, cuando Sebastián Sichel se instaló como ministro de Desarrollo Social, la ejecución cayó hasta un 68%, y al año siguiente, según cifras del Ministerio Público, los episodios de violencia rural en La Araucanía aumentaron un 69%.

Cuando el Estado se niega a entregar soluciones, los grupos radicalizados -a los cuales todos deberíamos oponernos- encuentran campo fértil para expandir sus fórmulas contrarias al estado de derecho. Al final, es el propio gobierno el que termina aumentando el conflicto.

No podemos tolerar ni mucho menos romantizar la violencia. Debemos condenarla, pero con condenas reales más que con declaraciones vacías en Twitter. En eso, este gobierno y el sistema de persecución penal han fracasado. Las acciones en materia de seguridad deben realizarse con inteligencia y sigilo, nunca ocupándolas como herramienta de marketing político.

En La Araucanía no hace falta un estado de excepción. Lo que hace falta es un estado de conexión con la magnitud del problema, con el conflicto territorial, con el sufrimiento de las víctimas y con una estrategia eficaz de seguridad. Todo lo contrario a lo que hemos visto en estos cuatro años.

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