La ciudad y la Constitución



Por Vicente Burgos, abogado de la Universidad de Chile; MSc Development and Planning

El camino para considerar exitosa la inclusión de la ciudad como un concepto relevante en la nueva Constitución parte con una clara ventaja: que su sola mención representaría un avance para nuestro desarrollo urbano. Ni la versión original de la Constitución de 1980 ni sus reformas incluyeron referencias explícitas respecto a acuerdos fundamentales en torno a nuestras ciudades. Hasta hoy no la considera relevante como asunto de interés público.

Esto no significa que la Constitución de 1980 sea ajena a las discusiones políticas respecto al devenir urbano. Por una parte, tanto el derecho de propiedad privada como el de libertad económica han sido claves para justificar el desarrollo inmobiliario privado como base del crecimiento urbano. La limitada capacidad del Estado para crear empresas que compitan con el interés privado ha creado una narrativa que limita su rol en la generación del espacio público. Por otro lado, a la ya conocida ausencia de un derecho a la vivienda, se agrega que las comunidades carecen de garantías de participación democrática en la configuración de sus barrios, para exigir el cumplimiento de estándares en el desarrollo urbano o para demandar la protección de derechos espaciales distintos al derecho a la propiedad privada.

Hay quienes sostienen que la inclusión de la ciudad en la Constitución no es necesaria. La Ley General de Urbanismo y Construcciones y su ordenanza tienen las competencias para fijar principios para el desarrollo urbano, por lo que las carencias de nuestra planificación tienen más que ver con la lentitud de los procedimientos y la incapacidad de nuestra regulación de ponerse a tono con los desafíos de las ciudades. Por de pronto, argumentan, la función social de la propiedad está explícitamente recogida constitucionalmente y ya contamos con un robusto sistema de subsidios.

Hay muchos que, sin embargo, creemos exactamente lo contrario. El proceso constituyente representa la posibilidad de ponernos de acuerdo acerca de algunos principios -qué tipo de ciudades queremos y cómo iremos tomando decisiones en torno a ella- cómo asuntos políticamente relevantes. Así, la planificación, la producción inmobiliaria y la propiedad privada debiesen depender de dichos acuerdos.

Al mismo tiempo, el ordenamiento territorial y la planificación alcanzarían un nuevo status, permitiendo repensar en el largo plazo nuestras políticas de vivienda, ciudad e infraestructura: existe, por ejemplo, la posibilidad cierta de transferir poder a los gobiernos regionales y poner de acuerdo a los distintos ministerios que influyen en la ciudad en un solo sistema de ordenamiento.

Sin pretender ser exhaustivo, existen varios textos constitucionales que hicieron de asuntos urbanos y territoriales temas relevantes. En Colombia, la inclusión explícita de la plusvalía de la inversión y la utilización de del suelo como un asunto de interés público (Art. 84) . En Brasil, la Constitución de 1988 permitió incorporar el principio de gestión democrática de las ciudades y dar pie a una serie de reformas urbanas que facilitaron la ejecución de vivienda social. Aún más, el proceso constituyente puede ser también innovador considerando a la movilidad, a estándares ambientales para las ciudades o la repartición justa de los beneficios y cargas de las ciudades. Si bien la forma que acordemos de incluir a la ciudad merece varios capítulos, el sólo considerar acuerdos de como la entendemos como un asunto democrático implicaría un cambio fundamental para entenderlas en el futuro.

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