Opinión

La otra pandemia

Nunca en la historia la tecnología había avanzado tan rápido. Si bien celebramos los avances que facilitan nuestro día a día, rara vez nos detenemos a preguntarnos por los efectos que estos pueden tener en la forma de relacionarnos y en nuestro bienestar. En particular, ¿qué ocurre con los miles de niños y adolescentes que crecen inmersos en esta era digital? La evidencia es contundente: el uso temprano y no regulado de pantallas y aparatos tecnológicos puede tener graves consecuencias sobre el desarrollo socioemocional y cognitivo.

Estudios recientes muestran que los adolescentes que utilizan de manera prolongada las redes sociales tienen el doble de riesgo de presentar síntomas de depresión y ansiedad. En Chile, una investigación de Martínez-Líbano & Yeomans-Cabrera (2024) reveló que el 60,2% de estudiantes presenta síntomas de depresión y el 63,6% ansiedad, identificando “tener un celular” y el “uso intensivo de redes sociales” como factores de riesgo directo. Nada extraño si consideramos que, según una encuesta de Senda para ese mismo año, más del 60% de estudiantes de segundo medio pasan tres o más horas diarias en estas plataformas.

Por otra parte, el reconocido psicólogo Jonathan Haidt, autor de “La generación ansiosa”, señala una paradoja de la crianza moderna: protegemos a los niños frente a los riesgos del mundo físico, pero somos más permisivos en su acceso al mundo digital. Por ejemplo, la exposición excesiva a contenido audiovisual en la primera infancia genera síntomas de irritabilidad, déficit atencional, menor capacidad de interacción social y alteraciones del sueño. Los especialistas atribuyen esto a los ritmos acelerados de estos contenidos y la ausencia de interacción humana real, lo que interfiere con aprendizajes esenciales en etapas críticas del neurodesarrollo.

Algunos países ya han tomado la iniciativa: en Francia el Parlamento propuso prohibir las redes sociales a menores de 15 años, mientras que en Australia se aprobó una ley que prohíbe el acceso a múltiples plataformas a menores de 16 años –entre ellas Facebook, Instagram, Snapchat, X (Twitter) y YouTube–. En Chile, a la par de las medidas adoptadas por municipios como Lo Barnechea y Las Condes, el Senado aprobó en general un proyecto que limita el uso de celulares en colegios. La iniciativa contempla prohibirlos hasta sexto básico y, posteriormente, permitir un uso regulado.

Estas medidas son un primer paso necesario, pero aún insuficientes. Es fundamental involucrar a las familias, apoderados y al entorno educativo en estrategias integrales que aborden la complejidad del problema. Establecer horarios y zonas libres de pantallas en el hogar multiplica la eficacia de cualquier norma escolar. En esta línea, Haidt propone no solo restringir el acceso digital, sino también fomentar la independencia y el juego libre en el mundo real.

Esta última dimensión resulta crucial para el desarrollo. Uno de los principales riesgos del uso excesivo de pantallas es que niños y jóvenes dediquen menos tiempo a actividades que fomentan habilidades sociales esenciales –como la resolución de conflictos, la comunicación presencial, la regulación emocional y la colaboración–, competencias que se desarrollan mejor en juegos grupales y encuentros cara a cara.

La tecnología puede ser, ciertamente, una aliada poderosa para el aprendizaje y el desarrollo, pero su valor real depende de cómo la utilicemos. No se trata de aislar a los jóvenes del mundo digital, sino de evitar que estos espacios los aíslen de la realidad y de la posibilidad de explorar e interactuar sin la ansiedad que puede generar una pantalla. Si no actuamos a tiempo, el costo de esta pandemia silenciosa será mayor que el de cualquier innovación. El acceso a la tecnología puede esperar, la salud mental y el desarrollo de los jóvenes y niños no.

Por Pedro Maiz Hohlberg, Investigador Fundación P!ensa

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