Opinión

Pompa, boato y tradición

This photo taken and handout on May 7, 2025 by The Vatican Media shows cardinals during a holy mass for the Election of the Roman Pontiff, prior to the start of the conclave, at St Peter's Basilica in The Vatican. (Photo by Handout / VATICAN MEDIA / AFP) / RESTRICTED TO EDITORIAL USE - MANDATORY CREDIT "AFP PHOTO / VATICAN MEDIA" - NO MARKETING - NO ADVERTISING CAMPAIGNS - DISTRIBUTED AS A SERVICE TO CLIENTS HANDOUT

La teatralidad de los ritos católicos logra impregnarle una levedad espiritual a un cometido tan humanamente político como la elección del líder de un Estado teocrático quien, además, presidirá una Iglesia de alcance mundial, con influencia en las más variadas esferas de la vida de más de mil millones de personas. Un Estado con un territorio minúsculo regido solo por varones en un sistema de gobierno rigurosamente jerárquico, con una sola cúspide y, teóricamente, el universo como base. Un Estado que, a la vez, es una institución que se extiende por el mundo, atravesando fronteras a través de un tejido capilar que recubre el globo en forma de organizaciones de distinto tipo y calado -congregaciones, diócesis, fundaciones, universidades- que obedecen, finalmente, a un mismo trono. Una Iglesia de vocación milenaria que entiende muy bien las debilidades humanas -los vacíos de sentido que se repiten de generación en generación, la desesperación que provocan- y que actúa en consecuencia, señalando un camino que, según promete, no acaba con la muerte. La prueba de que esa promesa es verdadera -la resurrección de Jesús- es exhibida como el núcleo de una fe elaborada durante siglos en discusiones espesas que han buscado darles respuestas a las muchas dudas que aparecen cuando se sostiene, por ejemplo, que Dios es uno y a la vez tres, o que si ese algo llamado “alma” es un asunto solo privativo de los hombres europeos, o si también alcanza para que la porten las mujeres y los indígenas del nuevo mundo.

Esta semana el rito del cónclave reunió al conjunto de varones con derecho para elegir a su primado, un grupo de célibes con el poder de quien conoce el sentido de la vida y de la muerte, la diferencia entre el bien y el mal, el poder de quien explica el mundo, incluso aquello que no conoce; hombres que son partícipes de un sistema que les permite acceder a los secretos de sus seguidores, familiarizarse con su intimidad y resolver el modo en que se aliviarán del dolor, la tristeza o la culpa. Representantes del poder de Dios -único, omnipresente-, tan vastamente extenso como pequeña es la superficie del Vaticano. Un poder que, para quienes simplemente no comparten esa fe, o sostienen críticas a esa Iglesia por la manera en que se ha desenvuelto en determinadas situaciones, puede resultar amenazante. Existen razones de sobra para temerle, tanto en la historia universal como en la más reciente historia local.

La elección del Papa León XIV ha provocado un alborozo desconcertante en una izquierda y un progresismo chileno que cada tanto muestra una inclinación confesional en asuntos públicos que resulta un contrasentido en los valores que invocan. El clericalismo es un problema al interior de la Iglesia, pero la rebasa. Porque respetar las creencias de cada uno y la labor cultural, educativa y social de una institución como la Iglesia Católica Romana no es lo mismo que buscar en el Vaticano un liderazgo político inspirador solo porque esta vez el elegido aparentemente está del lado que conviene. Ni el Vaticano ni la Iglesia son una democracia. No tendrían por qué serlo, pero por lo mismo no parecen un modelo muy recomendable de gestión política si se aspira a la transparencia en su gestión económica, de justicia o en equidad de género.

El Vaticano no ha avanzado en la entrega de información sobre las acusaciones que pesan sobre la Iglesia Católica por los crímenes de abuso sexual cometidos por sus miembros. No lo ha hecho ni aquí en Chile ni en el resto del mundo. De hecho, SNAP, la red internacional de sobrevivientes de abuso cometidos por religiosos de distintas denominaciones, señala a León XIV como encubridor de denuncias en Perú. Hay muchas preguntas sin respuesta como para estar levantando líderes progresistas desde los altares. Aún no se conoce de los alcances ni detalles de asuntos tan graves como los centenares de niños indígenas que vivían bajo custodia de religiosos que aparecieron enterrados clandestinamente en Canadá. Es cierto que Francisco pidió perdón, pero en casos de esa magnitud no basta con palabras. Porque si en algo fue diestro el Papa anterior fue en hacer que ciertas declaraciones sonaran como cambios de postura de doctrina institucional que no eran tales. Ocurrió cuando dijo que “ser homosexual no es un delito, es una condición humana”, una frase aplaudida como si fuese motivo de festejo. Lo único que se puede desprender de esa declaración es que realmente dentro de la Iglesia existe la duda de que las personas homosexuales tuvieran “condición humana”.

La pompa, el boato y la tradición producen un efecto que aquellos que están acostumbrados a ejercer el poder bien conocen. Apelan a los sentidos de un modo cautivante, enmarca la experiencia de un momento en específico, logrando que cobre la tonalidad de lo irrepetible, un desplazamiento que se percibe como sagrado. Pero nada de eso es sobrenatural, sino cultural, la manera en que un rito representa una forma de belleza bien calculada. La fe, en cambio, no es el resultado de ningún cálculo y puede ser dócil y acogedora, o fría y despiadada, dependiendo de quien la invoca y la guia.

El entusiasmo de cierta izquierda por el ascenso de León XIV solo demuestra que la separación entre las cosas propias de la Iglesia y de la fe, del rol de la política, es tan solo un decir, una frontera a la que se recurre cuando el sacerdote es percibido como un adversario político. De lo contrario, todas las inconsistencias, las contradicciones, las deudas por saldar, incluso los crímenes y las víctimas que aún esperan justicia desaparecen bajo los oropeles de una pompa seductora que anuncia el nuevo comienzo de un viejo señorío que no acostumbra a dar explicaciones ni a rendir cuentas, solo a imponer su voluntad.

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