Saqueos, robos y demandas sociales

Cinco años atrás comencé a escribir sobre los cambios políticos y sociales que nuestro país requería, para perfeccionar el sistema democrático y hacerlo más justo, más abarcador. Mis planteamientos eran profundos, pues me daba cuenta meridianamente que en Chile se cometían abusos en todos los ámbitos, y de manera más palpable en el campo laboral.
No fue difícil para mí llegar a estas conclusiones pues mis estudios en economía y filosofía me han dado una capacidad de análisis que no todos poseen. Pero además, he tenido la fortuna de vivir por cerca de 20 años en países tan diversos como Estados Unidos, India, Austria, España, Suiza, o la antigua Yugoslavia. En comparación con muchas de estas naciones, el sistema chileno adolece de graves imperfecciones que las grandes mayorías no estuvieron dispuestas a seguir tolerando. Y aparecieron las demandas sociales, las marchas, y también la violencia.
La gente quiere cambios, y están llegando. Algunos dicen que con "cuentagotas", otros se quejan de que vamos demasiado rápido, o que simplemente no son necesarios. Yo, por mi parte, creo que las demandas sociales son justas y anheladas, prioritariamente las que dicen relación con pensiones, salarios, salud, igualdades más amplias, y la constitución. Pero una cosa son estas demandas, y otra muy distinta son las agresiones de una turba enfurecida, los robos, saqueos intencionales, la quema de nuestra infraestructura más preciada, la destrucción de monumentos nacionales. Asaltar y robar amparándose en una muchedumbre no tiene nada que ver con el cambio social, todo lo contrario, está directamente opuesto a él pues es su antítesis, representa un degradación humana. Durante mi larga experiencia en el extranjero, nunca me tocó presenciar situaciones como las que he visto acá en los últimos meses. No sólo simbolizan una grave falencia moral, sino que también una bajeza que no tiene nombre y que condeno sin ambages; repruebo a quienes cometen esos actos y a quienes los propician. En Estados Unidos observé protestas de gente de raza negra muy violentas, pero jamás con el grado de destrucción chileno. Allá no desvalijaban los negocios y tiendas de sus propios barrios, no destruían una estatua de Lincoln o una iglesia Metodista. Existe una línea roja que no estaban dispuestos a sobrepasar, y yo mejor que muchos conozco estos temas pues visitaba sus guetos, iba a sus restaurantes de noche, conversaba y compartía con ellos.
Hay límites que no se deben superar, y ciertamente en el Chile de las últimas semanas los hemos pasado a llevar con demasiada frecuencia, los hemos pisoteado. No se le puede echar la culpa al Estado de nuestra manera de actuar en masa, como parte de una turba. Tampoco es culpa de las instituciones de orden y seguridad. Lo que está en el ADN de nuestro pueblo supera las vicisitudes de un gobierno dado, de una reunión multitudinaria o de una coyuntura política. Es la esencia de lo nuestro la que ha salido a flote; es el oportunismo para hacerse de lo que no nos pertenece, aprovechando el caos generado por la violencia, y propiciándola desde la oscuridad. Todo lo cual ha significado un amargo "aterrizaje".
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