Opinión

Todo ocurrió en 30 segundos

Todo ocurrió en 30 segundos. El reciente escándalo del CEO Andy Byron durante un concierto de Coldplay en Boston —captado por la clásica “Kiss Cam” abrazando a su directora de recursos humanos— recorrió el mundo como un meme con consecuencias reales: matrimonio destruido, reputación arrasada, redes sociales desbordadas.

Este no es un intento por justificar ni defender su conducta: cada persona es responsable de sus actos, y lo ocurrido con Byron —en lo ético y personal— pertenece a otro tipo de discusión. Sí, técnicamente se autorizó el uso de su imagen. Pero, ¿eso lo convierte en justo? ¿En correcto? ¿Dónde termina lo legal y empieza lo humano?

Pero más allá de eso, su caso expone con crudeza una nueva realidad: la facilidad con que un instante —antes íntimo o reservado al círculo cercano— puede hoy convertirse en una ejecución pública en tiempo real. La tecnología, más que testigo, se ha transformado en juez y verdugo, la que puede desvanecer nuestra privacidad en una sociedad hiperconectada.

En 2020, una profesora universitaria en Estados Unidos fue grabada sin consentimiento durante una clase online mientras se cambiaba de ropa, creyendo que su cámara estaba apagada. El video se viralizó antes de que pudiera explicarlo. Su carrera académica quedó en pausa, y su salud mental gravemente afectada. En Argentina, Google fue condenado a pagar tres millones de pesos por mostrar en Street View a un hombre desnudo en el patio de su casa. En España, una imagen capturada por un auto de Google Maps ayudó a resolver un asesinato en Soria. En Japón, un fanático local usó el reflejo del ojo de una cantante en una selfie para ubicarla, seguirla y acosarla. Todo con acceso público, sin hackeos y sin contraseñas.

¿Utilidad pública o invasión flagrante? ¿Cuántas otras imágenes captadas sin consentimiento pueden comprometer la vida de personas inocentes?

Chile no es la excepción. Una adolescente fue fotografiada en una piscina privada por un vecino con un dron y las imágenes circularon en grupos de WhatsApp y redes sociales, sin que nadie fuera sancionado. No había “malicia”, dijeron algunos, pero la exposición y el daño ya estaban hechos. Nadie está a salvo. Solo basta estar en el lugar y momento equivocado frente a una cámara.

El problema es que la tecnología no distingue contextos ni evalúa consecuencias humanas. No es buena ni mala, depende de cómo la usemos. Las cámaras capturan, los algoritmos procesan, y las redes publican con nuestro consentimiento implícito. El consentimiento digital se ha convertido en una ficción, una muy peligrosa. Aceptamos todo con un clic. Renunciamos a todo con un clic.

España se ha adelantado con la Ley Orgánica de Protección de Datos, la que incorpora elementos modernos, pero, aun así, esta corre detrás de los hechos, como siempre ocurre con las leyes. En Estados Unidos, el vacío legal es más profundo, sin una ley integral que proteja a las personas de este tipo de exposición. Tal vez sea hora de redefinir qué entendemos por privacidad en la era digital, como ya lo está haciendo Dinamarca, con una ley que reconoce el derecho de cada persona a controlar su imagen, cuerpo y voz en entornos digitales.

Debemos entender que la privacidad ya no es un estado pasivo, sino una acción activa. Somos responsables de lo que hacemos y, expuestos a la tecnología, está en nuestras manos prevenir consecuencias indeseadas.

Hay que leer lo que firmamos, configurar nuestras redes, exigir mecanismos de borrado y protección. Las empresas deben establecer protocolos éticos y los gobiernos crear marcos legales que aborden la nueva realidad digital. No podemos seguir tratando a los datos personales como si fueran números sin alma.

Lo que pasó con Byron puede parecer lejano, hasta que la cámara apunte hacia ti.

*El autor de la columna es fundador de Mapcity y Apanio, advisor y director de startups, autor de “Piensa al revés”, “Hackea tu Mente” y “TÚ”.

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