Co creadora de la Biología-Cultural, Ximena Dávila, sobre el fenómeno de la polarización: “La ideología se transforma muchas veces en fundamentalismo”




Los delincuentes no nacen delincuentes. Se hacen. Así también ocurre con las personas violentas. Y se hacen porque fueron aislados, porque el sistema los abandonó, porque no contaron con acceso a salud y educación, porque no fueron tomados en consideración –ni por los gobiernos de turno ni por las instituciones públicas que fueron creadas para protegerlos– y porque una sociedad entera les dio la espalda cuando necesitaban apoyo.

Eso, según reflexiona la bióloga y epistemóloga por vocación –le gusta aclarar que profundizó en la epistemología por vocación–, lo sabemos todos. Pero nadie hace nada al respecto. “Porque para que eso cambie, tendríamos que reformular el sistema de justicia, el hacinamiento que hay en las cárceles, darle prioridad a la reinserción y cambiar la filosofía del castigo”, desarrolla. “Una vez el Tila lo dijo en una entrevista; ‘yo no nací delincuente, me hice’. Fue un producto de un sistema injusto y las autoridades lo sabían, pero el cambio que debieron haber impulsado era multisistémico”.

Como explica Dávila, somos seres biológicos porque estamos vivos, pero no podemos olvidar que también somos seres culturales. “Lo humano surge y se desarrolla en el lenguaje, en el contexto, entonces somos inescapablemente seres biológicos culturales que dependemos del entorno y cuyo entorno depende de nosotros; nos transformamos y se transforma el entorno. Y así mismo, si se transforma el entorno, en consecuencia nos transformamos nosotros”, desarrolla. Es, por lo mismo, imposible disociar ambos factores, una relación bidireccional que denomina ‘Unidad Dinámica Ecológica Organismo-Nicho’.

Es esa relación a la que hace referencia cuando habla de biología-cultural, concepto y teoría que trabajó con su gran amigo y socio –con el que cofundó el centro Matríztica–, el biólogo y filósofo Humberto Maturana, con quien pudo compartir, cuando lo conoció, lo que más adelante sería su principal área de estudio; todo dolor y sufrimiento humano, por el cual uno pide ayuda relacional, es de origen cultural.

“Así operamos los seres humanos; somos seres del lenguaje, de la cultura, y eso mismo supone que somos cambiantes y que si dejamos aparecer al otro, y lo escuchamos de verdad, sin necesidad de que nos escuchen o validen a nosotros, podemos llegar a acuerdos”, profundiza. “El problema está cuando entramos en un dualismo y no nos encontramos. En sociedades exitistas en las que se ha exacerbado la competencia, el producir, el ganar y la ideologización, es muy difícil soltar esas verdades. Cada uno quiere defender su modo de pensar y no logramos encontrarnos. Ahí la ideología se transforma en fundamentalismo y lo que menos quiere un fundamentalista es reflexionar porque podría cambiar de opinión”. Es ahí que aparece, especialmente en tiempos de incertidumbre y cambio, el fenómeno de la polarización. Porque la ideología, según explica, cuando es rígida y perdura en el tiempo solo por el hecho de ser cumplida –sin pensar en el bien común–, se transforma en dogma. Y eso nos hace habitar dos polos opuestos y radicalmente distantes, cuando en realidad, como seres humanos, tenemos la capacidad de encontrarnos en algún lugar intermedio. “Para eso hay que soltar la ideología como una verdad absoluta y dejar aparecer al otro”.

¿Cómo dejamos de ver en esa opinión que creemos tan distinta a la nuestra, un polo opuesto?

Lo que no estamos logrando hacer en este minuto es mirarnos al espejo y decir ‘a ver, ¿cómo estoy haciendo lo que estoy haciendo?’, que es la pregunta central que hacemos en Matríztica. Porque somos, hasta cierto punto, responsables de nuestros actos. En vez de reflexionar sobre aquello, nos dividimos, queremos que nuestros conglomerados ganen y no nos damos cuenta que en realidad lo que pide la polis es que no roben el agua, que no abusen y que traten con dignidad. Toda ideologización, cuando se vuelve rígida, estrecha la mirada y la creatividad. Cuando se defiende por ideología, y no porque siento que estoy haciendo un bien común, se vuelve en fundamentalismo, y ahí no se puede dialogar.

¿De qué depende eso?

En parte depende de cierta capacidad de flexibilidad, pero también con la cultura y la educación. El niño sale del útero biológico al útero cultural, y ahí hay dos maneras principales de vivirlo; o lo acogen, lo nutren y le contestan sus preguntas, o lo traicionan.

Tiene que ver con dónde nos transformamos; si una persona se transforma en un mundo hostil que lo traicionó y lo abandonó, no tiene cómo ver los grises. Eso genera rabia y eso se transforma en violencia. Es, según lo que decía Maturana, un resentimiento que genera periferización del espacio social. Y si estás en la periferia estás mayormente expuesto.

Todo esto se sabe, pero se opta por omitir. Es de los actos más hipócritas que hay y, tal cual como con el error, que es posterior a la experiencia, con la hipocresía uno se da cuenta después. En el fondo, si realmente quisiéramos cambiar algo, tendríamos que incurrir en un cambio profundo y multisistémico, pero hay tantos intereses políticos y económicos de por medio, que no se hace nada.

La relación entre biología y cultura –y plantearnos como seres biológicos culturales– le quita cierto absolutismo a la ciencia, que muchas veces se plantea como una verdad absoluta e inamovible.

Lo clave es entender que en tanto se transforma mi entorno, yo también me transformo y viceversa. Eso, a su vez, transforma mi encuentro con el otro y mi relación. Es decir, estamos en una continua transformación; tu ya no eres la misma persona, en tanto dinámica molecular, que fuiste en la mañana. No somos conscientes de todas las transformaciones que nos ocurren. Por eso, lo que planteamos con Maturana en su minuto fue el entendimiento de la biología-cultural en tanto un cambio de modo de pensar; que deja aparecer a las personas, sin exigencias y sin expectativas desde una conducta ética, que implica un autocuidado, cuidado hacia las otras personas y hacia la biosfera que nos contiene. Eso es, realmente, dejarnos aparecer y amar.

¿Cómo definirías el amar?

Hay que hacer una diferenciación; el amor es una palabra que tiene mucha historia y apela a algo más estático que se relaciona a lo romántico. En cambio, el amar es una acción, una dinámica relacional, en la que te encuentras con el otro o con los otros porque deseas hacerlo. En ese acto, hay que soltar las certidumbres, las razones, las verdades o los apegos que tengamos a ciertas creencias. Es como mostrarse desnudos frente al otro.

Así se generan los consensos.

En ese dejar aparecer estamos en una postura de escuchar al otro. En esta cultura no nos escuchamos, o escuchamos esperando que el otro valide lo que estamos diciendo. En cambio en el dejar aparecer, hay que disponerse a escuchar desde dónde dice lo que dice, por eso es un acto de humildad. Y además nos sirve para entender que inteligencia, flexibilidad, plasticidad conductual son todas igual de relevantes, porque en un mundo que está en continuo cambio, la inteligencia no tiene que ver con la cantidad de saberes que tengamos ni con los títulos colgados en la pared, tiene que ver con la capacidad de transformación junto con el mundo.

En un mundo que nos ha enseñado a competir, ¿es revolucionario incurrir en dinámicas colaborativas?

Ustedes dicen colaborar y eso es justamente dejarnos aparecer. Somos seres multidimensionales y por lo tanto habitamos distintos dominios, y en esos el amar se expresa de distintas maneras. Pero básicamente tiene que ver con coemocionar. Estas son ideas que no están necesariamente validadas en la universidad o en la academia; Matríztica, por ejemplo, nunca fue validada en la universidad. No se habla del amar, del respeto por uno mismo, de las dinámicas relacionales. Cuando yo escuché y entendí la Autopoiesis Molecular, que es el término central del trabajo de Maturana –que alude a que somos sistemas moleculares que nos producimos a nosotros mismos–, siempre lo entendí de la mano del ‘amar’, porque solo nos podemos producir si somos nutridos y si hay tierra que nos afirma. Eso se da si nos dejamos aparecer.

Y esto es lo que compartíamos con el doc, como le decía de manera cercana. Cuando lo conocí, ya era reconocido pero para mí era una persona, no un tótem, y empezamos a crear un mundo y un trabajo conjunto de ideas y entrelazamiento. Trabajar con él fue un acto creativo e inspirador, de muchas horas de conversación. A él le enojaba la misoginia que viví y de la cual fue testigo; pero yo me decía a mí misma ‘vuelve a tu centro’, que luego entendí como parte del pensar patriarcal del que ninguno está libre si no reflexiona profundamente. Yo no tenía títulos rimbombantes y mis ideas venían de mi intuición y de la experiencia. El dolor era un tema que me cautivaba porque mi papá, como dirigente sindical, me lo había transmitido, desde la inequidad y las injusticias que vivían los obreros. Todo ese compartir fue lo que hizo que nos uniéramos y que finalmente lográramos que Matríztica, como lo es hoy, trascendiera a nosotros.

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