Cuentos de Tokio, observar el paso del tiempo y la vejez

Sobre la vejez, el progreso y el tiempo, habla, a través de la observación y la contemplación, la película Cuentos de Tokio (1953), disponible en Youtube.




La ropa colgada al sol. El tren pasando entre casas con sus tejados y azulejos típicos de Japón. Un monte con arces japoneses. La taza de té y la tetera. El librero. Los abrigos en percheros. Las plantas interiores junto a la mesa de centro. Una pareja de viejos leyendo de rodillas sobre la estera. Cada plano que nos muestra el director y creador de Cuentos de Tokio (1953) es una verdadera fotografía que habla por sí misma y nos invita a contemplar, a parar nuestra forma vertiginosa de consumir imágenes y entregarnos a la observación sin juicios.

El clásico de Yasujiro Ozu, un artista del cine japonés, cuestiona el acelerado tránsito entre la vida tradicional y la modernidad a través de la historia de dos padres, ya ancianos, que viajan desde un pequeño pueblo rural a Tokio para visitar a sus hijos y a sus nietos, radicados en Tokio, tras años sin verlos. El viaje se transforma en un último intento de la pareja por conectar con sus hijos, quienes viven absorbidos en sus rutinas diarias, ocupados en sus trabajos y labores familiares. Ellos, sin querer interferir en sus vidas, intentan no ser una molestia y tratan de adaptarse a sus cotidianidades, pero tanto para los hijos como para los padres conciliar sus diferentes ritmos se convierte en un deber y una tarea, más que un gusto.

La película muestra a un Japón post segunda guerra que si bien mantiene muchas de sus tradiciones, está influido por la economía de Estados Unidos y el alcance de la globalización. La pareja de ancianos es espectadora y testigo de cómo han cambiado los tiempos en Tokio, de cómo la vida se ha acelerado. La industria y el comercio han avanzado vertiginosamente y ellos han quedado atrás, rezagados de ese supuesto progreso. Pero no lo enjuician: intentan sobrellevarlo de la mejor forma posible. Y a nosotros, los espectadores, tampoco se nos hace tomar partido, porque en el cine de Ozu no hay buenos ni malos, sino una realidad compleja que se nos presenta desde la mirada de los distintos personajes y los lugares por los que transita la película.

A pesar de toda la belleza que se despliega y de lo fascinante que es ingresar desde el lente de Ozu al mundo japonés, a sus bellos trajes y textiles, a su arquitectura, a sus paisajes, no hay idealización ni romanticismo de la tradición oriental. Al contrario: se nos muestra sin capas la realidad de una vejez olvidada en medio del progreso como algo inevitable, algo que simplemente ocurre en un tiempo que no volverá atrás, que no volverá a ser como antes. Es curioso porque acá, en Occidente, siempre se ha idealizado la espiritualidad oriental. Seguimos sus enseñanzas y muchos hemos incorporado sus preceptos en nuestras vidas. Esa idealización nos hace olvidar que la industrialización y la economía de mercado ha permeado todos los rincones del mundo, sin importar si estamos en Oriente u Occidente y ha quebrado con la historia particular de cada pueblo, de cada ciudad, de cada familia, homogenizando todo bajo el prisma de la globalización.

Los viejos, como la pareja de ancianos de Cuentos de Tokio, dejan de ser importantes porque solo remiten a un pasado, a una historia. Son un cable que conecta con la tradición que lucha por no ser olvidada y que intenta hacerse un lugar en medio de la multitud. ¿Para qué recordar? ¿Para qué hablar de los que ya no están? ¿Para qué volver al pueblo de la infancia? ¿Para qué cantar esos cantos de antes? La idea de esa ancianidad oriental sabia, respetada, llena de historias y conocimientos se desmorona en esta película de forma sencilla y sin moral, pero nos obliga a pensar sobre nuestros propios vínculos con la vejez. ¿Hemos escuchado con atención sus historias? ¿Nos hemos permeado de su pasado y su memoria? ¿Qué hay de ellos en nosotros? ¿Valoramos sus trayectorias? ¿Respetamos sus visiones y observaciones sobre el mundo?

En Chile, cuando alguien deja de ser productivo, su vida pierde valor, como si fuera una acción en el mercado. Ya conocemos el abandono que existe a la vejez, las pensiones que no permiten disfrutar los últimos años, los asilos en donde se depositan viejos como modelos en desuso, los abuelos “cacho” que se pasean de casa en casa sin nadie que quiera hacerse cargo de ellos. En esta eterna promesa neoliberal de un presente placentero y un futuro prometedor, hemos olvidado observar el paso del tiempo y el hecho de que, finalmente, todos somos viejos: la vejez es parte de nuestra línea de tiempo y esa identidad está inscrita en nosotros. Pero tal como en la película Cuentos de Tokio, la tomamos como una visita incómoda que no queremos afrontar, aunque esté ahí recordándonos lo frágiles que somos.

Cuentos de Tokio (1953), Yasujiro Ozu. Disponible en Youtube.

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