Madeleine Elster (o Kim Novak) en Vértigo: Más allá de la femme fatale

Este personaje fue una manera de entender que a veces le depositamos más expectativas a una construcción fantasiosa que nos conviene, pasando por alto la realidad. Y cuando pasamos por alto la realidad, pasamos a llevar al otro.




Pocas veces he sentido tanta intriga por un personaje como la sentí cuando vi por primera vez a Madeleine Elster, interpretada por una Kim Novak de apenas 25 años, en Vértigo (1958). Previo a eso, me habían marcado personajes como Catherine (Jeanne Moreau), la protagonista del drama francés Jules et Jim y toda la serie de niñas melancólicas, tristes e incomprendidas que me habían fascinado durante la infancia, como la protagonista de El jardín secreto y la de La princesita.

Las unía el hecho que habían tenido fuertes experiencias de vida y por alguna razón eso me acomodaba más que las que irradiaban alegría y felicidad. Se les notaba, incluso, en la mirada fuerte y penetrante. Detrás de los ojos grandes –casi todas tenían ojos grandes– se escondía una tristeza poco descifrable y cuyas causas no quedaban del todo claras; en realidad parecían tenerlo todo, pero no lograban estar en paz.

Madeleine, al menos la primera vez que la vi, parecía seguir esa misma línea, pero con ella el enigma era aun más complejo. Realmente no había cómo saber –hasta el final de la película– lo que le ocurría. Ese misterio, ese sigilo y esa escasa necesidad por evidenciar sus intenciones fueron lo que me cautivó en una primera instancia. Y, por supuesto, cada uno de sus trajes y peinados, que bien sabemos fueron cautelosamente elegidos y sorteados por Hitchcock, cuyo gran fetiche eran las rubias. Cómo olvidar la escena del museo, cuando ella se queda contemplando el retrato de Carlotta y nosotros, los espectadores, contemplamos su peinado visto desde atrás.

Pero Madeleine, como vine a saber hacia el final de la película, no era más que la víctima de una fantasía construida por Scottie, el protagonista interpretado por el galán de los cincuenta, James Stewart. No existía realmente, sino que existía la idea que Scottie se había hecho de ella. Y así como él se había obsesionado con esta mujer misteriosa, furtiva y rubia, yo también había proyectado en ese personaje lo que yo quería que fuera, sin realmente considerarla. Y es que había buscado en ella lo que a mí me acomodaba.

Al final de la película, y sin intenciones de delatar el desenlace, nos enteramos que Madeleine no es realmente la persona misteriosa y poseída que creíamos que era. No es más que una mujer que había sido manipulada y que termina involucrándose en un complot para liberar a su ex pareja de un asesinato. Pero para mí, al igual que para Scottie que se había enamorado de esa femme fatale de la cual sabía poco y nada, fue difícil enfrentar esa realidad. Pero fue también una manera de entender que a veces le depositamos más expectativas a una construcción fantasiosa que nos conviene, pasando por alto la realidad. Y cuando pasamos por alto la realidad, pasamos a llevar al otro.

A Madeleine, como a todas las mujeres, se le exigía no solo cumplir el rol de femme fatale a la cabalidad, sino que también tenía que ser misteriosa, sexy y compañera ideal del protagonista. Y enfrentarse al hecho que no lo era y no lo iba a ser, es de las cosas que más le agradezco a esta película. ¿Por qué tenía que ser lo que nosotros queríamos que fuera? ¿Por qué no podía ser ella nada más?

Madeleine, así como la vimos en la primera parte de la película, representaba ese ideal femenino que poco y nada existe fuera de las fantasías. Ese ideal que solo sirve para complementar una historia de protagonista masculino. Y eso, por suerte, ya no tiene cabida.

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