Nostalgia: El organillero de mi barrio




El otro día vi un remolino de papel desde la jardinera de un vecino y me emocioné. La imagen, en realidad, no era necesariamente conmovedora. El remolino solo se movía mientras la brisa de viento otoñal marcaba su ritmo. Pero para mí ese objeto, sin saberlo antes, significaba algo más. Me quedé observándolo por unos minutos y recordé por qué me hacía sentir así. Don Pepito, el organillero que pasaba todos los fines de semana fuera de mi casa desde el año 1997 hasta el 2005, me los regalaba. Tengo muy fresca la imagen de mí, junto a mis cuatro hermanos, corriendo hacia la puerta cada vez que lo escuchábamos venir. Para nosotros, él era el mejor DJ de todos los tiempos. Su música era alegría. Me acuerdo que también vendía burbujas y calugones, de esos tan duros como noventeros.

Don Pepito –espero que realmente ese haya sido su apodo y no un invento de algunos de mis hermanos– siempre tenía una sonrisa para nosotros. Yo creía, ingenuamente, que nos quería y conocía. Y tal vez fue así. Era un hombre de unos 60 años, que llevaba siempre su característico sombrero y bolero sin mangas. Obviamente también tuvo un loro, pero lo vimos solo un par de veces. Y es que cada vez que le preguntábamos por él, nos decía que se había quedado cantando en la casa de al lado. Seguramente estaba muerto.

La música de Don Pepito y sus volantines me trasladan a la mejor época de mi vida. Porque fue hasta ese año que mi familia, por parte del lado de mi papá, permaneció unida. Después vino una seguidilla de eventos desafortunados que provocaron que esos hermanos, con quienes alucinaba alrededor del organillero, ahora sean casi desconocidos. Pero me gusta aferrarme a ese recuerdo. Me hace sentir que alguna vez tuve una familia una grande. Gracias Don Pepito por eso. Por hacer que tu arte me llevara a ese momento.

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