La mona que viste de seda

A la pregunta si la reforma al proceso penal debe ser evaluada y eventualmente ajustada, la respuesta contundente es, absolutamente, sí. Sin embargo, para llevar a cabo una iniciativa de esas características es necesario, e incluso acaso justo, hacer algunas sanas y objetivas reflexiones. Sanas, en cuanto que todo sistema legal que pretenda ser modificado debe considerar el escrutinio público, no sólo de quienes están llamados a hacer el debate político, en este caso jurídico, del tema, sino porque todos los ciudadanos deben estar contestes de esta necesidad y requerimiento, al amparo de una información fidedigna y cierta. Y objetivas, por cuanto, de nada sirve realizar defensas corporativas de aquello que se pueda considerar patrimonio de la propia iniciativa e inteligencia, puesto que de esa manera sólo se defiende lo indefendible y se ataca lo que se considera malo de por sí. Algunos, incluso, en su mérito, aunque de manera muy minoritaria, han planteado que lo que debería haber sido objeto de adecuaciones era el sistema anterior, más que objeto de toda una reforma. Resulta curioso, entonces, por decir lo menos, lo que ciertos autores, como el profesor Blanco, han publicado, en cuanto a que “se requiere identificar los logros y ventajas para preservarlos y no afectarlos, y por otra parte identificar y encarar los problemas que generan desajustes en las áreas de persecución o enjuiciamiento criminal”, cuando en la práctica sólo hablan de los logros y se dejan de lado los problemas o se les otorga un rango subsecuente de meros ajustes. Veamos de qué se trata.
Primero que todo, se identifica como un logro “la mayor celeridad para resolver los casos que se presentan ante el sistema de justicia”. En verdad, esto es así, pero a qué precio. El sistema procesal penal, hoy día, qué duda cabe, es más rápido que el antiguo procedimiento penal, eso es evidente. Sin embargo, los fiscales suelen ser dueños y señores de archivar las causas que investigan a su amaño; y, en los hechos, resulta muy difícil cambiar esa decisión. Pueden existir procedimientos legales para pretender revertir esa decisión, pero parecen más cercanos al “libro de reclamos” de un supermercado que a un procedimiento administrativo eficiente y justo. A lo anterior, hay que agregar el incentivo perverso que conllevan los denominados “bonos de productividad” que reciben los fiscales por causas cerradas. Entonces, la pregunta que cabe hacerse es: ¿es la celeridad un beneficio para el proceso, y para las partes intervinientes o, en definitiva, para el persecutor penal? Al principio de celeridad, claramente se le han ido adicionando problemas accesorios, pero no por eso menos importantes, como garrapatas que le succionan su sangre, que lejos de lo que se quisiera, no la hacen embelesar.
El segundo beneficio que se menciona por los autores es que, “se pasó de un sistema de persecución penal secreto que favorecía la corrupción a un sistema altamente transparente con la instalación de audiencias públicas”. Sin embargo, la pregunta que podemos hacernos es, de pronto, ¿por qué, entonces, resulta prácticamente inaccesible la posibilidad de revisar la investigación fiscal? En casos de relevancia nacional, es muy posible que la indagación criminal esté al alcance de todos los recurrentes que la soliciten, pero qué pasa con un caso penal cualquiera. Si un ciudadano quiere conocer un expediente del Ministerio Publico, debe, necesariamente, hacerse parte en el proceso, cosa que no está en ninguna norma legal del código del ramo. Entonces, ¿qué sucede, por ejemplo, con la prensa y la televisión, que no son parte en un proceso penal? ¿Cómo accede a la información, cualquiera que quiera tenerla y por cualquier motivo plausible, cuando no se trata de una audiencia pública? A lo anterior, hay que agregar que, legalmente, no existe un expediente criminal, y menos uno que se encuentre foliado, sólo archivos ordenados subjetivamente y con documentos adjuntados sin un criterio de atribución. Si lo que creemos es correcto, el principio de la transparencia debe impregnar todo el sistema procesal penal, no sólo a las audiencias judiciales, y en particular la persecución penal que lleva a cabo el Ministerio Publico. En ese rango, existe un margen de ambigüedad y de pavoneo lamentables.
Como tercer logro, los autores hablan que “se generó un modelo de resolución alternativa de conflictos para los casos penales”. Es cierto, el antiguo Codigo de Procedimiento Penal no contemplaba acuerdos reparatorios ni suspensiones provisionales del procedimiento, de manera textual. Pero, y tal como hemos dicho en otras oportunidades, la aplicación de un derecho (y la resolución de un conflicto jurídico) es algo más que la mera subsunción de un caso bajo una regla. Es un proceso de ponderación o balanceo al que están llamados quienes tienen la noble tarea de decidir sobre proposiciones jurídicas que puedan estar en colisión. Como dice Vergara, “el papel de los jueces no es aplicar mecánicamente las normas, sino ‘hacer justicia’, aun cuando no haya ley, y muchas veces esperamos que ellos rellenen los vacíos de las leyes o esquiven hábilmente a aquellas que consideren injustas”. Lo que no puede pasar, como sucede, es que se utilice el sistema penal para obtener una salida alternativa y, en definitiva, una indemnización pecuniaria, que es propia de la sede civil, y que por la lentitud del sistema actual, se pretende obtener en la sede penal. Porque no es posible que, con tal motivación, el Ministerio Publico se transforme en una suerte de vigilante nocturno o un sheriff del condado, que le pille los talones a la gente, transformando un hecho cualquiera en uno que revista caracteres de delito, para obtener salidas alternativas y, en la práctica, “éxitos judiciales”, ya que, entonces, llegaría un momento en que nadie podría caminar por las calles. Por eso, si bien el juez debe ser justo en su resolución, dicha justicia no puede supeditarse a una tipicidad del delito basada en una investigación criminal insuficiente o predispuesta.
Finalmente, entre los logros del sistema penal actual se señala, además, la autonomía del Ministerio Publico. Es cierto, pero dicha autonomía no puede resultar gratuita, y es la consecuencia lógica de un trabajo eficiente y justo. Cuando los fiscales no han obtenido los resultados esperados, pareciera que, más que funcionarios del Estado, fueran abogados litigantes de alguna de las partes interesadas, en este caso, ellos mismos. Y agregando algo más sobre la autonomía que debe prevalecer en el persecutor penal, hay que recordar que los fiscales no son abogados de las víctimas, sino que deben investigar con igual celo, tanto los hechos que revisten caracteres de delito como aquellos que no lo son. En cuanto a las policías, si bien poseían amplias atribuciones en el antiguo sistema, esto era así porque el juez se las otorgaba. Por lo tanto, no son endosables a esas prerrogativas los bajos niveles de condena. Es como pretender añadir responsabilidad al juez porque existen delincuentes en las calles.
Podemos estar o no de acuerdo con las reflexiones sobre el tema de reformar el procedimiento penal actual, pero lo que no podemos hacer es creer, y hacer creer a los demás, que sólo se necesitan cambios cosméticos, por “ajustes en los sistemas de selección, capacitación y entrenamiento de los operadores, en ajustes organizacionales y en los mecanismos de control y evaluación de tales operadores”, ya que eso no sólo sería incorrecto y brutalmente perjudicial al análisis del que hemos dado cuenta, sino que sería tapar el sol con un dedo, colocar la mugre debajo de la alfombra, y ataviar a la mona con un vestido de lindos colores, sin que por eso deje de ser lo que la naturaleza le entregó en abundancia, una monada.
El autor es abogado, doctor en derecho y profesor Facultad de Economía y Negocios (FEN) de la Universidad de Chile.
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