Bitácora de un científico en la Antártica: ¡Déjalos, son como niños!


Como cada año, el final de la expedición se precipitó sobre nosotros con la rapidez de un halcón lanzándose en picado tras su presa. De hecho escribo estas líneas ya desde Punta Arenas, donde su costanera me esperaba para el ya tradicional paseo reflexivo post-expedición.

La última semana fue un verdadero éxito con tres nuevos muestreos en los que pudimos observar un crecimiento sostenido y marcado en la cantidad de microalgas en las aguas de nuestra bahía. Especialmente importante y relevante para nuestro objetivo de investigación fue el muestreo que realizamos menos de 48 horas antes de irnos de Antártica. El sábado por la tarde-noche terminamos de procesar las muestras y el domingo al mediodía nos comunicaron que nos íbamos el lunes y todo debía quedar ordenado, guardado, inventariado y preparado para su traslado de vuelta al continente. En total hablamos de unos 300 ítems y 23 bultos, que recogimos, ordenamos e inventariamos antes de irnos a dormir. Gracias equipo.

Ordenando todas nuestras cosas.

Una vez en Punta Arenas ya pudimos procesar las primeras muestras que corroboran nuestros datos preliminares. El último día, el agua contenía ocho veces más cantidad de microalgas que los primeros días que salimos a tomar muestras en noviembre. Mientras reviso los datos y elucubro sobre posibles análisis futuros, en mi mente se repite la frase “cada dato es oro puro” y no puedo evitar sonreír por unos instantes. Ese mantra es una lección que me enseñó uno de mis primeros mentores científicos y parece que la lección quedó firmemente grabada en mi consciente y/o subconsciente.

Los vientos del estrecho de Magallanes me hacen recordar cómo otro de mis mentores científicos se transformaba en un niño chico cuando estamos en una expedición, a pesar de su edad cercana a la jubilación. Esa excitación le llevaba a despertarse felizmente a las 3 de la madrugada durante dos meses seguidos o meter las manos en una muestra incluso antes de que el equipo estuviese completamente de vuelta a bordo. Recuerdo su juvenil alegría y el brillo que desprendían sus ojos cuando algo salía bien o unos datos parecían prometedores.

Pero si lo pienso bien, no es raro. Los científicos somos niños, al menos en el corazón más interno de nuestro espíritu. Los científicos son personas que simplemente nunca dejan de jugar. Y no me malinterpreten, no me refiero al juego como una actividad puramente lúdica. Los niños, y por ende los seres humanos, descubrimos y conocemos el mundo a través de la exploración y el juego y esa parte infantil, curiosa e inquieta no ¨envejece¨ en los corazones de los científicos aunque peinemos canas en nuestras sienes. Si alguna vez les cuesta comprender a un científico/a piensen que es un niño atrapado en un mundo de adultos.

Al igual que un niño, no quiere dejar de jugar por cosas sin importancia como alimentarse o dormir: un científico no quiere dejar de descubrir y perder tiempo escribiendo rendiciones, justificando gastos, cuadrando cuentas o cualquiera otra burocracia similar. En verdad la burocracia es como el almuerzo que engullía de un solo bocado para poder seguir diseccionando la rana que había encontrado muerta en el patio de casa. Por favor déjennos jugar (descubrir); es lo que más nos gusta hacer, para lo que estamos formados, y como somos más productivos para la sociedad.

Estas reflexiones me hicieron darme cuenta de que ahora soy yo quien repite el patrón. Enviando figuras con datos a colegas la tarde de año nuevo con gran emoción por haber registrado unas aguas profundas en nuestra bahía por primera vez en cinco años y explicándole a cualquiera que me prestase una oreja las cosas tan bonitas que nos habían salido en el último muestreo.

Mientras mi cuerpo ha sufrido el imperativo biológico que lo obliga a decaer y morir, el rincón más interno de mi espíritu (el motor de todo) se ha resistido a envejecer o madurar más allá de la etapa del juego/descubrimiento. Supongo que aún siento el deseo de jugar por el puro placer de jugar (descubrir y explorar porque sí) sin pensar en competir, quién gana, o cualquier cosa que me reste tiempo para ¨jugar¨. ¿Quién sabe? Quizás en un futuro muy muy distante y en una galaxia muy muy lejana mis estudiantes terminen murmurando “mira al jefe parece un niño chico”. Desde luego sería un bonito homenaje y un bonito legado.

Perdón por estas personalísimas divagaciones no tan antárticas, pero como les dije: pasear por la hermosa costanera de Punta Arenas me suele colocar en un modo reflexivo. Al menos las fotografías dan cuenta de los últimos encuentros que tuvimos con ballenas y pingüinos.

Así como es un privilegio y un placer trabajar en Antártica, ha sido un placer relatarles mi experiencia y un verdadero privilegio cada lector que dedicó unos minutos de su día para leer mis columnas. Gracias.

Nota final: Hace tres meses, un día antes de viajar hacia a Punta Arenas a mi cuarentena pre-Antártica, perdí mi teléfono en una micro de Valparaíso. Y un buen vecino y mejor ciudadano tuvo la honradez y decencia de encontrarlo, recogerlo y devolvérmelo. Un héroe anónimo haciendo que la vida de un completo extraño (yo) fuese menos difícil en un momento crítico. Soy consciente de que mi humilde columna no es gran cosa, pero de todas formas se la quiero dedicar a él y todos los héroes/heroínas que hacen cada día que la vida en el mundo sea un poco más tolerable. ¡Gracias!

* Juan Höfer es oceanógrafo español del Centro de Investigación Dinámica de Ecosistemas Marinos de Altas Latitudes (Ideal) de la U. Austral (Uach), y académico de la U. Católica de Valparaíso (PUCV).

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