Revista Que Pasa

Cine: Adiós, tío Jess

Jesús Franco no se cansó nunca de filmar hasta su muerte. En sus últimos días, además, veía películas hasta las tres de la mañana, la misma hora en la que uno pillaba las suyas en el cable, cuando nadie las avisaba y se exhibían como relleno.

Esta semana murió el director español Jesús Franco (1930). Su alias era Jess Franco. También le decían tío Jess. Aquellos son un par de nombres para alguien que usó decenas más. Sus películas se enmarcaban siempre desde los códigos del género: thrillers eróticos, pornografía blanda y dura, historias de vampiros de bajo presupuesto. Están ahí, The female vampire, Necronomicon, Vampyros lesbos, El conde Drácula, por poner unos ejemplos. Hay que decir que Ed Wood era una criatura miserable al lado suyo. No era un autor secreto: en España venían homenajeándole desde hace décadas. Era tío de Javier Marías, que alguna vez ocupó su casa en París y que, lamentablemente, no heredó nada de él.

Yo creo que Franco leía a Sade mejor que Foucault: en sus cintas, las salas de tortura parecen las pistas de baile de discotecas abandonadas. Sí, Franco era hijo de su tiempo. Alguna vez trabajó con Orson Welles. Como Welles, actuaba muchas veces en sus películas, pero a diferencia de él, Franco filmaba sin parar, sin detenerse jamás. La actriz erótica Lina Romay, su mujer, era quizás el único punto fijo en ese sistema de producción alucinado. La calidad le daba lo mismo, lo importante era seguir a flote, llegar al día siguiente. Las casi 200 cintas que hizo lo demuestran. Franco jamás se rindió, no se cansó nunca. La Cinémathèque de París alguna vez proyectó un ciclo como homenaje. Franco estaba agradecido: cuando era joven y no tenía nada, se había forjado viendo todo lo que pudo en sus salas.

Sigo a Franco desde hace bastantes años. En la primera novela que publiqué, lo homenajeé todo lo que pude. Hay que decir que acá sus cintas se veían tarde, mal y nunca, salvo en canales como I-Sat o señales olvidadas que las proyectaban como artefactos eróticos. Todas transcurren en balnearios espectrales, en clubes nocturnos decadentes, en selvas llenas de asesinos. Todas, en cierto modo, son políticas: el tío Jess filmaba películas que sabía que no iban a exhibirse jamás en la España  de la dictadura de Franco. Eso hacía de su obra un cine del exilio total, despegado de la lengua y la comunidad, de la censura, de la geografía, del sentido común y, sobre todo, del buen gusto.

Ahora que se murió, se hace indispensable revisarla. Por ahí circula su libro de memorias, una crónica de la primera generación criada bajo la dictadura franquista. Es un racconto desolador: la estupidez del fanatismo religioso se mezcla con el autoritarismo más extremo, todo en las calles de un Madrid deshecho. Franco crece a la deriva de su clan de clase acomodada, soñando con fugarse. Como en una buena novela picaresca, sus padres descubren que pasa sus noches como miembro de una banda de jazz y lo encierran en una universidad-convento. De ahí sale a un París que lo transfigura: el cine lo salva. También aparece en el libro Lina Romay, la musa que lo deslumbra y por la que deja todo.

El año pasado, cuando ella falleció, Franco se quedó solo. Los cables de las agencias internacionales consignan que declinó ingresar en una residencia de ancianos y, por el contrario, se dedicó a rodar como enajenado. Hizo dos películas. Según la mujer que lo cuidaba, Franco veía películas hasta las tres de la mañana. No está demás decir que ésa era la misma hora en que uno podía pillar acá sus películas en el cable, cuando nadie las avisaba y eran exhibidas casi como relleno, que completaban la pantalla de fines de la década del noventa. Yo vi varias ahí: me parecían maravillosas. No hay ironía alguna en la frase anterior. Franco era un artista de la pobreza y filmaba contra el tiempo. El suyo era un cine de guerrilla, hecho con la valentía del que no tiene nada que perder, del que sabe que en algún punto secreto de la basura que perpetra, se escondía la iluminación, brillaba algo parecido al arte.

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