Sustentabilidad

En estas elecciones, hay mucho en Juego

10 Septiembre 2025 Los Candidatos a las elecciones Presidenciales, Jeannette Jara, Evelyn Matthei, Johannes Kaiser, Eduardo Artes, Harold Mayne Nicholls, Jose Antonio Kast y Marco Enriquez Ominami, llegan al Debate organizado por Chilevison. Foto: Andres Perez Andres Perez

Chile ha perdido productividad no por la “permisología” o “falten incentivos”, sino porque nuestra economía es poco compleja y nuestra industria no se ha modernizado al ritmo que exige el mundo. Elevamos la complejidad discursiva —fetiches como la “permisología” o el mantra de los incentivos— mientras seguimos operando con una base productiva que agrega poco valor y absorbe mal el capital humano. El resultado es visible: un mercado laboral que no logra integrar a profesionales que invirtieron años y recursos en su formación, salarios reales presionados a la baja y una sensación extendida de estancamiento.

Este descalce entre lo que formamos y lo que la industria puede absorber precariza el empleo profesional y erosiona la prima salarial de la educación. En términos crudos de teoría de decisiones, cuando el retorno esperado de la trayectoria formal cae —por salarios bajos, trayectorias lentas y costos hundidos altos—, aumenta el atractivo de alternativas de corto plazo, incluso ilegales, cuyos beneficios se perciben rápidos y ciertos. No es “la” causa del delito, pero sí una palanca que interactúa con otras (certeza de persecución, acceso a armas, cohesión barrial) y ayuda a explicar por qué parte del crimen compite, en la práctica, con el proyecto meritocrático de hacerse profesional.

Mientras tanto, la discusión política ha preferido administrar el miedo. Los presidenciables han focalizado sus estrategias en la percepción de inseguridad, prometiendo respuestas inmediatas a un fenómeno que, por definición, requiere años de políticas consistentes. La evidencia es clara: no hay una causa única del alza delictual; cambian las composiciones (violento vs. patrimonial), los grupos etarios, los shocks y el desempeño del sistema de justicia. Pero es más sencillo legislar eslóganes que reconstruir capacidades productivas y cerrar brechas de absorción de talento.

El trasfondo estructural es conocido. Con datos de Cuentas Nacionales 2023, los servicios explican alrededor de 56,9% del PIB a precios de mercado, la manufactura apenas 9,2% y el bloque extractivo —minería, agro-silvo y pesca— cerca de 15,4%. Es decir, un aparato económico terciarizado que, sin complejidad manufacturera suficiente, depende del ciclo de materias primas y de servicios atados a esa base. En un país climáticamente expuesto, esa dependencia es un riesgo: la inseguridad hídrica, alimentaria y energética es hoy la fuente primaria de las demás inseguridades, porque estresa cadenas, encarece costos y vuelve frágiles los ingresos de hogares y empresas.

Aquí es donde los argumentos laborales recientes importan, pero en el sentido correcto. Si aceptamos que parte del desempleo de los últimos trimestres responde a aumentos de costos laborales implementados sin ganancias de productividad equivalentes —por ejemplo, el alza acumulada del salario mínimo en términos reales entre 2023 y comienzos de 2025 y la reducción de la jornada— en un contexto de crecimiento acotado, entonces la receta no es abaratar el trabajo, sino hacerlo más productivo blindando la base física de la producción frente al clima. Lo contrario nos dejaría atrapados en una dinámica donde subir costos sin modernización empuja a la sustitución tecnológica sesgada contra el empleo —más capital y automatización—, un riesgo especialmente nítido en plena difusión de IA y robótica. Esa advertencia ya está en el debate económico y no conviene ignorarla.

En otras palabras: defender salarios y empleo exige adaptación climática. No como consigna verde, sino como política de productividad. Modernizar riego, circularizar agua y calor de proceso, asegurar energía confiable con almacenamiento, climatizar cadenas de frío y logística, digitalizar trazabilidad y control de calidad, fortalecer infraestructura crítica y gestión de riesgos climáticos: todo eso reduce costos unitarios, baja la volatilidad operativa y ancla empleo en sectores transables. Es también la vía más directa para absorber profesionales —ingenierías, datos, automatización, materiales, economía circular— evitando la degradación de tareas hacia funciones técnicas de baja decisión.

Si a este cuadro sumamos que el deterioro del empleo no empezó ayer —la tasa nacional venía empeorando desde mediados de la década pasada—, la prioridad no puede ser prometer atajos que encarezcan aún más el trabajo sin elevar productividad. Sería consolidar una dualidad: algunos ocupados en firmas que sí pueden pagar, y el resto moviéndose entre informalidad, subempleo y desempleo. El camino responsable es otro: política industrial de adaptación que eleve complejidad e integre conocimiento a la producción, con financiamiento paciente para I+D y escalamiento, compras públicas que empujen soluciones resilientes, estándares que aceleren automatización y trazabilidad, y formación técnico-profesional co-diseñada con los sectores que existen y los que queremos crear. Así se contienen los costos por la vía de más productividad, no de menos protección; así se evitan decisiones que, en el corto plazo, lucen populares, pero en el mediano abren la puerta a sustitución tecnológica anti-empleo y a una recuperación sin trabajo.

No estamos condenados a la trampa del recurso. Hay rutas probadas para convertir renta y riesgo climáticos en capacidades: países que usaron sus sectores primarios para detonar servicios avanzados y manufacturas complejas alrededor de ellos. La lección común es que la complejidad no aparece sola: se cultiva con reglas estables, inversión en capacidades, gestión del riesgo y una agenda industrial que conecte ciencia, empresa y Estado.

En estas elecciones hay mucho en juego. Si seguimos discutiendo símbolos —permisos, “estímulos”— sin atacar el núcleo —modernización, adaptación y complejidad—, perpetuaremos un mercado que no absorbe a sus profesionales, salarios contenidos y una brecha de expectativas que la retórica securitaria no puede cerrar. La verdadera política de seguridad —y de crecimiento— es una política industrial y de adaptación climática que haga a Chile más complejo, más resiliente y mejor pagador. Ese es el camino difícil, pero también el único que cambia los incentivos, reduce la precariedad y baja, de verdad, la renta social del crimen. Todo lo demás, es retórica.

Por Álex Godoy, director del Centro de Investigación en Sustentabilidad de la Universidad del Desarrollo

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